José Ignacio Rufino

'Quid pro quo'

LA vida es reciprocidad, Clarice, le venía a decir Hannibal El Caníbal a la agente Starling en El silencio de los corderos: quid pro quo, esto por aquello. No se puede ganar siempre, aunque es difícil hacer comprender este límite moral a quienes llevan ganando por goleada lustros y décadas. Una vez escuché a un editor afirmar que era una obligación devolver a la sociedad, ese ente abstracto, parte de lo que ella había proporcionado a quienes habían conseguido ganar mayor porción del pastel común. Me pareció lógico, y también poco corriente.

Sea más o menos exigible, dicha contrapartida se suele rentabilizar en marketing e imagen de empresa o de marca; así funciona el simbiótico mundo de la Responsabilidad Social Corporativa. Sin embargo, estamos asistiendo al tancredismo y hasta la parálisis de un sector económico que ha absorbido durante décadas una parte importantísima de dicho pastel -un suflé bastante inflado, a la postre-. La Banca, en efecto, se encuentra atrincherada en sus cuarteles de invierno, silbando con aire disimulado ante un sistema -otro ente abstracto donde los haya- que necesita que fluya el dinero que precisamente la banca debe hacer fluir: es su función social y su oficio. Como es por algo que los ejércitos lleven uniforme y pelo corto en todo el mundo, es por algo que la Banca tenga altísimos márgenes de beneficio. Así tendrá que ser. Pero, en plena tormenta, estamos más que sorprendidos por el comportamiento de un sector que no reacciona, y eso que más no se puede jalear y tocar las palmas para animarle a hacer lo que debe hacer. Por mucho que el Estado, la Junta o los ayuntamientos -que han recibido un precioso balón de oxígeno financiero del Gobierno- inyecten dinero, avalen o compren activos marroneros a los bancos, emitan deuda pública o se dediquen a invertir más de lo previsto, a nadie compete y obliga sino a las entidades financieras el reabrir las compuertas de un pantano que está lleno, pero cuya agua no se distribuye.

Veamos algún síntoma de este escenario incierto. Más de una caja de ahorros andaluza hace gala de una consigna estricta, de esas que hacen tabla rasa en las sucursales. De esa forma ilustrada de decidir desde la cima, con los consiguientes daños colaterales: no se dan créditos hipotecarios, así de sencillo. Si eres un buen cliente, no te dirán que no, pero te ofrecerán un tipo de interés disuasorio. Dejarás de ser no ya un buen cliente sino que dejarás de ser cliente, sin más (y lo serás de otra entidad, aun a tu pesar y para tu engorro). Es un síntoma y un ejemplo de cortoplacismo y cortedad de miras. Como niños que no comparten su balón en el recreo y lo tienen apretado contra su pecho ante los ruegos de los compañeros. Quietos y callados como corderos acorralados por un lobo más o menos corpóreo, el lobo de la sensación colectiva de crisis. Según Mark Twain, "un banquero es alguien que os presta un paraguas cuando el sol brilla y os lo reclama al caer la primera gota de agua". Necesitamos a una Banca más comprometida con su negocio y con quienes lo han alimentado y engordado, y cada vez suenan peor las excusas. Si los poderes públicos se mojan y dan garantías, liquidez y juego, es obligatorio para la banca hacer fluir esos recursos hacia las familias y, aun más, hacia las empresas. No hacerlo es injustificable, sin más.

Que se abran las compuertas y que circulen los paraguas. No es algo discrecional; es una obligación social. Moral, si lo prefieren. Animemos a los particulares a consumir por la cuenta que le trae al empleo regional pero, con más razón y urgencia, animemos a ese agente económico crucial que es la Banca a hacer sus deberes.

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