El análisis

Joaquín Aurioles / Profesor De La Universidad De Málaga

Radiografía de una crisis

La política del BCE sobre los tipos de interés ante el 'pinchazo' hipotecario, más que reflejar su independencia, ha mostrado su incapacidad para acordar medidas eficaces

CRISIS, desaceleración, recesión o estancamiento es, a fin de cuentas, poco más que una mera cuestión formal. Lo verdaderamente trascendente es la intensidad y la duración de la situación y lo que se puede hacer para sobrevivir a ella y también aquí nos encontramos con la contradictoria valoración del optimista discurso oficialista, que parece irresponsablemente empeñado en ignorar la realidad, y el catastrofismo simplista de una oposición incapaz de poner sobre la mesa otra solución que no sea quitar el Gobierno para ponerse ellos. Los economistas y los centros de estudio e investigación tampoco hemos sido capaces de ponernos de acuerdo ni siquiera en explicar el pasado, que es lo que hasta ahora habíamos sabido hacer mejor.

La mayoría permaneció indiferente a la advertencia del FMI a finales de 2006 sobre el riesgo de las hipotecas basura en Estados Unidos, y al alarde de clarividencia de las principales entidades financieras del país cuando sólo unos meses después se deshicieron de un plumazo de todo su patrimonio inmobiliario.

Durante meses nos hemos estado preguntando si la crisis de las subprime terminaría por alcanzar a la economía española y sobre el calificativo más adecuado para resumir el diagnóstico de la situación. Fue después del verano del pasado año cuando la sensación de crisis se instaló en todo el mundo occidental y, a la altura del mes de diciembre, entidades como Morgan Stanley o UBS anunciaban pérdidas mil-millonarias y los bancos centrales norteamericano y europeo, junto a los de Inglaterra, Canadá y Suiza, ponían en marcha su compromiso de ayudar al sector financiero a solucionar sus problemas de liquidez y superar la crisis de las hipotecas.

El presidente norteamericano se sumaba en el mes de enero a los que reconocían las dificultades y otras entidades de primera fila, como Citigroup y Merryll Lynch, se sumaban a las que hacían público su parte de bajas y se ponía en marcha la cadena de ceses y dimisiones de los altos cargos responsables de la situación. Hubo incluso momentos de pánico a mediados del mes. El caso más llamativo fue cuando el viernes anterior a un lunes festivo en la bolsa de Nueva York, las agencias de rating redujeron la calificación de una de las aseguradoras monoline, que garantizan las emisiones de deuda con que los bancos pretendían movilizar sus activos hipotecarios. El fin de semana debió resultar muy largo para algunos, pero lo verdaderamente interminable debió ser la caída en picado de los mercados de valores en todo el mundo, mientras en la Gran Manzana disfrutaban de su día festivo.

El morbo y la expectación se prolongaron durante el desfase horario en la apertura de las bolsas al día siguiente, aunque finalmente todas las aguas volvieron a su cauce sin mayores dificultades.

Nadie dudaba a esas alturas de que la crisis se había instalado, aunque no hubiera demasiada coincidencia sobre lo que había que hacer. En Estados Unidos, el presidente anunciaba un ambicioso paquete de medidas gubernamentales y la Reserva Federal seguía inyectando dinero y aplicaba sucesivos recortes al tipo de interés oficial. La percepción es que la crisis no sería excesivamente duradera y que había que ayudar a la economía a realizar su transición cíclica de la manera menos traumática posible. Estaban abordando la situación como una típica coyuntura adversa del ciclo y, por lo tanto, entendían que lo correcto era aplicar recetas anticíclicas convencionales.

En Europa también se inyectaba dinero por parte del banco central, pero poco más. Las presiones políticas, fundamentalmente procedentes de Francia, no conseguían traspasar la aparentemente impenetrable independencia del BCE, aunque se comienza a conocer que su actitud no fue tanto el reflejo de una defensa radical del rigor monetario y la independencia de la entidad, sino más bien de la incapacidad de sus consejeros para ponerse de acuerdo sobre el diagnóstico y las medidas más convenientes.

Algunas cosas cambiaron con la primavera. De repente, el problema no se limitaba al aumento de la morosidad, la deuda de los hogares o la restricción al crédito, sino que también había inflación, aumentaba el paro y las influencias que recibíamos del exterior comenzaban a hacernos más daño del previsto. Con la subida del petróleo, de los alimentos y de las materias primas, además de mantenerse la caída en picado del dólar, comenzaron a acumularse las evidencias de que no estábamos sólo ante una crisis de demanda, sino ante un shock característico de oferta con amenaza de estanflación.

En España seguíamos pensando que los problemas estaban en el exterior y que aquí nos afectarían, pero menos. Incluso se pensaba que nuestro espectacular déficit por cuenta corriente, en torno al 10% del PIB, habría funcionado como mecanismo de protección frente al contagio de las subprime, dado que nosotros no andábamos buscando dónde colocar un ahorro que no teníamos, sino más bien intentando conseguir que el de otros se invirtiera en nuestro país. Ha debido ocurrirnos como a los que pretenden vivir sistemáticamente por encima de sus posibilidades, que llega un momento en que donde antes éramos bien recibidos cuando íbamos a pedir prestado, ahora quizás nos reciban como a quien viene a pegar un sablazo.

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