SI las doctrinas económicas coinciden en cifrar que el precio de un producto en la economía de mercado es aquel en que mejor se encuentren la oferta y la demanda, parece claro que en la España real de 2009 el precio de una entrada para ir a las salas de cine es menor incluso que el que se paga estos días en los cines de verano. Los tres días en que los propietarios de multicines incitaron a la fiesta del cine con entradas a dos euros, la afluencia subió un 72% respecto al fin de semana anterior y un 58% en relación a las mismas fechas del año pasado.
Con la cantidad de cine que se consume en los hogares vía televisión, con la compra, alquiler o descarga de películas amén de lo que programen los canales generalistas, y con la renacida costumbre de ahorrar por parte de muchas familias que antes parecían disponer de un pozo de petróleo en el jardín de su adosado, a los empresarios de las salas de cine no les queda más remedio que ser valientes a fuer de realistas, y bajar a la mitad para todos los días el precio de las entradas. O lo hacen o se quedan sin público que haga de la gran pantalla un hábito de ocio. Propongo el precio de tres euros. Una cifra equivalente a monedas que psicológicamente no genera rechazo ni en adolescentes ni en adultos. Esta apuesta sólo tiene una pega a ojos del consumidor concienciado. No es de recibo que contemplar durante dos horas en una sala climatizada y sonorizada una de Clint Eastwood, unos primeros planos de Brad Pitt o de Scarlett Johansson o unos dibujos animados de Pixar cueste mucho menos que un paquete de palomitas de maíz y un refresco. Vale más el collar que el perro. En términos porcentuales, el IPC de las palomitas y del refresco de cine está en el top ten nacional de la década especulativa, junto con la desviación presupuestaria de las obras públicas, los dúplex, el kilo de judías verdes y la visita del fontanero. Venga, anímense, que estamos en rebajas.
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