Análisis

Joaquín Aurioles / Profesor De La / Universidad De Málaga

Reducir el sector público en tiempos de crisis

Apostar por la austeridad no significa recortar el número de funcionarios ni su remuneración, sino evitar duplicidades administrativas cerrando o adaptando aquellos organismos que han perdido su función

HAY más de dos razones para pedirle austeridad al sector público en tiempos de crisis. La primera es que en época de crisis se reducen los ingresos fiscales, especialmente los procedentes del IVA y del IRPF, los dos más importantes, porque disminuye la actividad económica y aumenta el paro y, como consecuencia de ello, también disminuyen el consumo, los beneficios de las empresas y las rentas del trabajo. Son, por otro lado, las mismas razones que hacen que aumente el gasto social y el presupuesto de las políticas asistenciales, así como el coste de las medidas de apoyo al sector privado. Menos ingresos corrientes y más gasto inevitable hacen que los presupuestos de las administraciones públicas se muevan de manera automática hacia el déficit. En estas circunstancias, el déficit del sector público sería el resultado, no tanto de la voluntad de nadie, como de la situación de crisis en que se encuentra la economía.

En cualquier caso, cuando el gasto público es mayor que el ingreso, es decir, cuando se produce un ahorro negativo, hay que cubrir la diferencia pidiendo prestado a los que sí consiguen ahorrar, tanto dentro como fuera del país, a cambio deuda pública. El problema es que acudir al ahorro internacional en estos momentos resulta particularmente complejo, pero recurrir al de los españoles puede ser incluso peor, puesto que significaría entrar en competencia con el sector privado. Los anglosajones se refieren a esta situación con la expresión crowding out, intentando reflejar el efecto de expulsión del sector privado, incluidas las empresas más solventes y capacitadas para capear el temporal, que se produce como consecuencia de la irrupción del sector público en un mercado tan estrecho como en la actualidad es el de la deuda. En estas circunstancias, la financiación del déficit público puede llegar a convertirse en un foco adicional de tensión sobre un mercado especialmente convulso, pues si algo se espera de las apariciones del sector público son actuaciones de carácter balsámico, es decir, que contribuyan a aliviar tensiones y no a alimentarlas.

La segunda razón, y frente a lo que se suele creer, es que no es el sector público el que se echa a sus espaldas el peso de la economía en tiempos de crisis, sino el sector privado e incluso en mayor medida que en tiempos de bonanza económica. Son privadas las empresas que se ven obligadas a cerrar y es también en el sector privado donde desaparece la mayor parte de los empleos que se destruyen, mientras que las administraciones públicas pueden mantenerse relativamente al margen de las estrecheces en los mercados, cubriendo sus necesidades financieras con los impuestos que pagan los particulares que consiguen aguantar sin echar el cierre.

Para hacernos una idea de lo que significa, basta con echar un vistazo a los últimos datos de la Encuesta de Población Activa (EPA) del INE, donde puede comprobarse que casi el 50% de la población andaluza mayor de 16 años estaba ocupada en 2007, lo que podemos interpretar, quizás en un exceso de simplificación, como que cada persona que tiene trabajo se ve obligada a generar recursos para cubrir las necesidades de otra persona desempleada, inactiva o pasiva (jubilada), además del conjunto de la población infantil. En el tercer trimestre de 2008 el porcentaje se ha reducido al 47%, que son seis puntos menos que en el conjunto de España. Además, entre los casi 3,2 millones que en la actualidad están ocupados se cuentan los 490.000 funcionarios que las distintas administraciones públicas mantienen en Andalucía, que también pagan religiosamente sus impuestos, aunque sin olvidar que el origen de sus salarios está en los impuestos que previamente ha tenido que soportar el cada vez más raquítico sector privado de la economía. En estas condiciones, mantener el gasto público ignorando el peso de la carga para el sector privado puede ser no solamente injusto, sino también imprudente.

Podrían añadirse otras razones, quizás de menor entidad, pero seguramente tan oportunas como la simple concienciación del conjunto del sector público con la precaria situación económica en que se mueve la sociedad desde hace un año. Es precisamente la sociedad a la que debe costar entender la insaciable voracidad financiera de algunas comunidades autónomas y regidores municipales, tan ajenos aparentemente a veces a la situación de crisis en la que está inmerso el conjunto del país. Conviene aclarar, no obstante, que el principal atributo de un comportamiento austero no es precisamente la contención del gasto, sino exclusivamente la renuncia a lo innecesario.

Aplicado al gasto público, la cuestión no se resuelve, sin embargo, por la vía de reducir el número de funcionarios ni su remuneración, sino más bien evitando las duplicidades administrativas, es decir, cerrando o adaptando aquellos organismos que han visto desaparecer o reducirse sus funciones, revisando los programas de subvenciones al sector privado que han perdido toda su capacidad para incentivar inversiones y, en general, eliminando la rutina del gasto superfluo y prescindible. Se trata, en definitiva, de definir su magnitud en un contexto razonable de previsión de los ingresos, con el fin de evitar una presión excesiva sobre el mercado del ahorro y, por otro lado, de ajustar su composición con el fin de garantizar que los fondos destinados a la atención de los más necesitados estén suficientemente dotados.

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