La tribuna

Luis Humberto Clavería Gonsálbez

'Renovationis Laetitia'

LOS abundantes textos y declaraciones del actual papa Francisco delatan a un hombre simpático y, además, comunicativo, pues no sólo trata a los demás cordialmente y sin hieratismo, sino que también muestra afecto y respeto a personas o grupos que la inmensa mayoría de sus predecesores censuraban o desdeñaban. Cuando, tras la lectura de documentos suyos anteriores, iba yo recorriendo atentamente las páginas de su exhortación Amoris Laetitia, iba corroborando dicha impresión: al abordar los temas atinentes a la familia y a la sexualidad, aludía el Pontífice a la gente misericordiosamente, tratándola como hermana, a pesar de sus infracciones, de modo que en muchos casos éstas no eran tales a la vista de sus circunstancias, con frecuencia dolorosas y traumáticas: no es que lo antes malo deviniera bueno o indiferente, es que cabe pensar que no siempre fuera imputable a personas doloridas, presionadas o inculpablemente ignorantes; en términos jurídicos, no se altera la antijuridicidad, sino la culpabilidad. Hasta aquí, nada nuevo respecto de la anterior doctrina, cuyo contenido se preserva (unidad e indisolubilidad del matrimonio, control de la natalidad, etc.), sólo cambia el modo de expresarlo a los destinatarios. Pero la grata sorpresa surge al llegar a las páginas 266, 267 y 268 de la edición española (apartado Normas y discernimiento).

El Papa comienza diciendo en pág. 267: "Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares". Casi como si se asustase de lo escrito, añade que "…aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma", es decir, impide inducir reglas de una decisión concreta que se aparta del principio general, como si dicha decisión no fuese ya en sí misma una regla nueva aunque de ámbito más restringido. Invoca en la página siguiente a la Comisión Teológica Internacional, que repite aproximadamente la idea, pero enseguida la involucra con la ausencia de culpabilidad.

Es llamativo el temor a expresar algo razonable que se aparta de unos principios mucho más cuestionables de lo que él mismo estaría dispuesto a reconocer. Pues bendito sea este salto desde la no culpabilidad a la no antijuridicidad, recordando que no es la primera vez que ello sucede; en efecto, afortunadamente, la actitud de la Iglesia docente ha cambiado respecto de diversos temas: sin olvidar la flexibilización de los textos bíblicos sobre la creación y el geocentrismo, piénsese, p. e., en la feliz supresión del Índice de los libros prohibidos, en la desactivación del Syllabus, en la valoración de la democracia, los derechos humanos y la libertad religiosa acaecida en el luego amortiguado Concilio Vaticano II (no olvido el magnífico capítulo 75 de su constitución Gaudium et Spes, que inició la pulverización del régimen de nuestro Caudillo, antes pecaminosamente apoyado desde Roma); y no se olvide la grata supresión de la subordinación de la mujer en el matrimonio, bastando comparar al respecto la provocativa encíclica Casti connubii (1930) (por cierto, tan inspirada en varias epístolas) con los capítulos 47 y siguientes de la mencionada constitución Gaudium et Spes (1965) o con el nuevo Código de Derecho Canónico (1983) o el Catecismo (1992), que, manteniendo los tradicionales principios, no aluden a la supremacía del marido. No entro en el punto cumbre, el dogma de la infalibilidad (1870) (reafirmado -debo reconocerlo- en la constitución Lumen Gentium del citado Vaticano II), dogma que merece comentario aparte: Mastai Ferretti y Küng son algunas de mis obsesiones.

Los cambios son posibles, la Caridad y la cercanía con el pueblo los reclaman: es cierto que la Iglesia no es dueña de un depósito que debe custodiar; pero quizá procedería revisar, como felizmente ha hecho, el ámbito y el contenido de ese depósito; escribía Rahner que, si en un momento histórico determinado la Iglesia reputa igualmente correctas las opciones A y B pero elige la A, luego no puede escoger la B ¿Tal vez porque el Espíritu Santo inspiró la A, que deviene desde entonces intocable en virtud del apoderamiento contenido en Mateo, 16, 13-20? ¿Sólo en materia de Fe y de costumbres? ¿Puede el pasado bloquear el futuro? ¿Llegará a asimilar el hombre común el 5% de las formulaciones del Magisterio? Larga vida al entrañable Francisco.

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