LA Comunidad Valenciana prescindirá de la cadena de radio y televisión autonómica. El presidente Alberto Fabra ha decidido el cierre de la emisora después de que el Tribunal Superior de Justicia de la comunidad declarase nulo el expediente de regulación de empleo presentado por la Generalitat que implicaba el despido de 1.000 de sus 1.600 empleados. Aunque el fin de un medio informativo es siempre una mala noticia, y un drama para sus profesionales, las razones de Fabra son de peso: no puede garantizar la continuidad de la cadena, tras haberse hecho cargo de sus deudas, superiores a los 1.000 millones, a costa de hacer más recortes a los servicios sociales y las prestaciones educativas y sanitarias a las que los valencianos tienen derecho. Es una cuestión de prioridades, que en todo caso no exime al partido gobernante en la región, el PP, de sus graves responsabilidades en la gestión de un ente que ha derivado en un pozo sin fondo para las arcas públicas. En realidad, Fabra ha intentado salvar la continuidad de Canal Nou por el único mecanismo viable: redimensionar la compañía, marcándose objetivos más modestos y controlando rigurosamente el nivel de gastos que la comunidad autónoma puede permitirse en las circunstancias actuales. No ha sido posible a causa de las irregularidades cometidas en la elaboración y preparación del ERE. Pero la tendencia que ha de imponerse en el resto de las televisiones autonómicas va en la misma dirección. Lejanos ya los tiempos de la alegría presupuestaria, los responsables de estos medios públicos de ámbito autonómico están obligados a volver a pensar su contenido y dimensiones. Ya no es posible continuar con un modelo aquejado por fallos de origen que el tiempo sólo ha ayudado a agravar: estos medios se concibieron por el poder político como instrumentos de control de la información y se alejaron rápidamente de sus fines fundacionales, establecidos en las respectivas leyes de creación, que se basaban en una programación de servicio público ajena a las parrillas de las TV comerciales. Las televisiones autonómicas no han mejorado, en general, los programas de las privadas comerciales, a las que han hecho una competencia completamente desleal, al beneficiarse de las aportaciones de los gobiernos regionales sin abandonar los ingresos por la vía publicitaria. Las televisiones públicas no tienen por qué desaparecer, pero sí necesitan ser revisadas. Para ajustar sus costes, controlar sus plantillas infladas y elaborar parrillas centradas en la información neutral, los contenidos culturales y el ocio sin caspa ni morbo. Solamente así no se verán forzadas al cierre definitivo, como le acaba de ocurrir a Canal Nou.

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