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GUERRA hasta el final contra Hamas". Es lo que ha anunciado en el Parlamento el ministro israelí de Defensa. También lo era la invasión del Líbano hace un par de años, contra Hezbolá. No acabó siendo la guerra definitiva, sino una más entre árabes y judíos, condenados a una lucha sangrienta que se renueva desde hace sesenta años.

Pasan de trescientos los muertos en la franja de Gaza, superpoblada y superpobre, superdominada por la facción palestina más extremista (Hamas), enfrentada a su vez a la Autoridad Nacional Palestina. Hamas es el fruto directo de la desesperación de parte de un pueblo despojado de su territorio y anclado en la obsesión ilusoria de que debe exterminar al Estado de Israel.

Hamas lanza cohetes contra Israel, con escasos resultados en cuanto a eficacia asesina. Israel, como ha demostrado en todas las guerras anteriores -con la excepción libanesa, ya citada-, tiene una maquinaria de matar, y una unidad, muy superior. En tres días, más de trescientos muertos. También niños y civiles inocentes. Ocurre en todas las represalias: se buscan objetivos militares, pero en el balance final siempre caen los que se dicen no buscados. Porque estaban allí, junto a sus padres implicados en la batalla, o vecinos de los edificios bombardeados, o en el punto de mira errado de misiles que no distinguen enemigos de civiles. Territorio de Hamas, territorio enemigo, territorio a arrasar.

Esta historia ya la hemos visto, y siempre gobernada por la irreconciliabilidad entre los contendientes. Un bando va logrando destruir al enemigo y el otro lo ansía, pero no puede. El primero crece en soberbia y el otro en frustración. Ninguno está dispuesto a asumir el primer requisito de un arreglo, a saber, ponerse en el lugar del otro, aceptar que al menos tiene una parte de razón o, como mínimo, el derecho a vivir y a convivir. Alguien lo dijo hace tiempo: demasiados dioses para tan pocos metros cuadrados. Y demasiada historia de guerras e incomprensiones en una geografía tan reducida. Todo iría mejor si ninguno se creyera el pueblo elegido y si los dioses interfirieran menos en la vida de los mortales.

De todos los conflictos que atraviesan el mundo éste de Oriente Próximo es el más envenenado, el que menos esperanzas de solución ofrece. Divide a la opinión pública internacional a base de prejuicios e incondicionalidades arbitrarias y alienta la hipocresía de los gobernantes que deberían imponer la paz a los que no quieren la paz, que son casi todos. No será, como cree el ministro de Defensa israelí, la guerra final contra Hamas. Habrá más guerras y en ellas morirán más inocentes.

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