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la tribuna

José L. García Ruiz

Responsabilidad política y responsabilidad penal

EL cúmulo de escándalos e irregularidades que de un tiempo a esta parte vienen salpicando la vida política andaluza está produciendo animados debates en los medios de comunicación en los que se pone de manifiesto una gran confusión entre lo que sea la responsabilidad penal y la responsabilidad política. Y así, los defensores del poder y los actores políticos conminan a los denunciantes de los escándalos e irregularidades a que acudan a los tribunales y sostienen que, mientras no se produzca una resolución judicial condenatoria no hay ningún tipo de responsabilidad, lo que equivale a decir que no hay responsabilidad política sin responsabilidad penal, que vale tanto como afirmar que sólo existe la segunda.

Esta premisa es rotundamente falsa. Precisamente el instrumento de la responsabilidad política surge históricamente para evitar que frente al abuso del poder no hubiese otro instrumento que el de la responsabilidad penal. De hecho, el régimen parlamentario existe desde que el impeachment penal fue sustituido por la posibilidad de la dimisión o la revocación del cargo electo, es decir por la exigencia de la responsabilidad política.

Y es que, como hace ya dos siglos anticipara Benjamin Constant, la responsabilidad política recae sobre el mal uso de un poder conferido por la ley, y se basa en "cualquier utilización del poder que, aunque autorizada por la ley, resulte perniciosa para la nación o vejatoria para los ciudadanos, sin venir exigida por el interés público".

La responsabilidad política es la consecuencia directa de la regla de oro de la democracia que consiste en la transparencia; por citar a Bobbio, "la democracia se puede definir de las más diversas formas, pero no hay ninguna definición de la misma que pueda dejar de lado la inclusión entre sus características de la visibilidad o transparencia del poder".

La responsabilidad política se produce con carácter inmediato. La penal, con la parsimonia propia de las causas penales y sus garantías. Pero no es el factor tiempo el determinante de la distinción, sino otros factores que hacen nítida la misma: la responsabilidad política no se basa solamente en conductas ilícitas, sino también lícitas, porque no descansa solamente sobre criterios de legalidad sino también de oportunidad, y porque su finalidad no es castigar a un posible culpable o reparar un daño, sino asegurar que los gobernantes no son más que servidores públicos.

El objeto de la responsabilidad política son los errores en la gestión, tanto los propios como los de los subordinados, se conozcan o no, ya que si el desconocimiento bastara para anular la responsabilidad política, el cargo inepto que nunca se enterase de nada nunca sería responsable. El límite a esto radica en que los actos del subordinado se hayan realizado contra sus instrucciones o de que no hubiese podido de ningún modo conocerlos, ya que de haber podido conocerlos y no haberlo hecho, será también políticamente responsable; en este caso por incompetente.

Todo ello conduce a una responsabilidad in vigilando, que allí donde muchos cargos subordinados son de libre elección se amplía a la responsabilidad in eligendo.

El efecto último de la responsabilidad política es, bien el cese impuesto desde instancias superiores, bien la dimisión. Se trata de una sanción política que no se orienta exclusivamente a castigar una conducta ilícita sino, en la mayoría de los casos, simplemente errónea o, lisa y llanamente, fracasada. Se trata de un efecto cuya entidad es relativamente pequeña frente a lo que supone una sanción de tipo penal.

Sin embargo, en nuestra vida política, la cultura de la responsabilidad política -lo que algunos denominan la cultura de la dimisión- brilla por su ausencia porque no hemos asumido que la dimisión o el cese no debe aparejar, salvo supuestos extraordinarios de indignidad, la muerte política. Por esta razón, el político que se ve inmerso en un asunto que conlleva una clara e innegable responsabilidad política se resiste como gato panza arriba a asumirla y se refugia, lanzando el balón hacia delante, en que se le pruebe o no una responsabilidad penal. Con ello ésta se constituye en cuestión previa de aquella y la responsabilidad política desaparece como concepto autónomo.

La consecuencia de este hecho es doble: de un lado, el efecto perverso de que la vida política acaba inevitablemente judicializándose. De otro, y ello es lo peor con mucha diferencia, la democracia acaba siendo una democracia de muy baja intensidad pues desaparecen los elementos claves para su funcionamiento, ya que la transparencia y el control subsiguiente tienden a desaparecer para ser sustituidos por el descaro y el cinismo políticos.

Ése es el espectáculo a que estamos asistiendo.

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