LA Sevilla que cuenta Cervantes, llena de pícaros, precede en unas décadas a la que reflejó Murillo en sus retratos de niños mendigos. Aquella Sevilla de los últimos años del siglo XVI y primeros del siglo XVII es una gran urbe, con un importante puerto, donde se juntan gentes de toda España, llamados por el mucho negocio y por la aventura. La llegada de los galeones de América. El comercio exterior, con una abundante representación de mercaderes y banqueros de múltiples países. En aquella ciudad cosmopolita, las temporadas de actividad febril preparando flotas para cruzar el Atlántico, alternadas con épocas de poco trabajo, provocaban muchos desocupados. Esa ciudad superpoblada por la que pasaban enormes riquezas, pero también llena de picaros y mendigos, que la llamaban Babilonia, sufre en 1649 una terrible epidemia de peste, que mata a la mitad de la población y deja a Sevilla en una situación que marca el principio de su decadencia. Aunque las dificultades ya se vislumbraban por las hambrunas de años anteriores y los motines callejeros por el precio del pan, como el de la Cruz Verde.

Es una ciudad en la que viven y bullen los pícaros que Ángel González Palencia ha retratado en su obra La España del Siglo de Oro de esta manera: "... es producto del orgullo nacional, en una clase de gentes no habituadas al trabajo, y que viven de ciertos servicios, y no se avergüenzan de comer la sopa de los conventos. Literariamente es el pícaro, hombre que, sin ser verdaderamente criminal, pertenece al hampa; tiene pocos o ningunos escrúpulos, particularmente en proporcionarse medios de mantenimiento; es humano, buen creyente, aunque pecador; no está habituado en modo alguno al trabajo regular y constante, sino que es perezoso y holgazán; su ocupación normal es la de servir a otro; hurta pero no roba, es astuto, ingenioso e imprevisor y simpático".

Hace unos años pensé en montar un espectáculo teatral basado en la vejez de Rinconete y Cortadillo, los pícaros cervantinos, que con esos cariñosos diminutivos los nombró Monipodio. Naturalmente la obra se llamaría Rincón y Cortado. Quería profundizar en los caracteres de los pícaros adultos, que ya ven acercarse la vejez, y han perdido tanto la simpatía como la agilidad de manos para sus múltiples hazañas. Me interesaba fabular sobre las industrias y maquinaciones que pondrían en marcha para asegurarse el sustento o al menos garantizarse la sopa boba hasta el fin de sus días. Repasé lo escrito de la época, por Morales Padrón y Dominguez Ortíz, etcétera... Leí las invenciones literarias que nos han regalado sobre el momento tanto Caballero Bonald como Juan Eslava. Volví a Cervantes, que nos aclara que Sevilla era "amparo de pobres y refugio de dechados, que en su grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echa de ver los grandes".

Los tiempos pasan, pero los pícaros nos siguen rodeando. De diversas formas y maneras, siempre pensando cómo conseguir la sopa boba. Ya no son los simpáticos Rinconete y Cortadillo. Ahora han crecido y son muchos los Rincones y Cortados.

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