la tribuna

Emilio Díaz Berenguer / Y Antonia Hierro Recio

Rubalcaba, víctima del sistema electoral

SI algo une a los actuales dirigentes del PSOE es que su corralito está por encima de todo, y de todos y todas. Si no, no se entiende el análisis realizado en el último Comité Federal sobre el fracaso de Rubalcaba, que ha sido más que una simple derrota, en las elecciones generales del 20-N. Sólo la crisis les sirve para justificar el batacazo, sin asumir la errática y deficiente gestión de la misma por el Gobierno socialista, incluyendo la aceptación a pies juntillas de las órdenes emanadas no ya de la Unión Europea, sino de un país como Alemania, defensor a ultranza de los intereses de sus intermediadios financieros.

Definitivamente, Rajoy no ha ganado las elecciones, las ha perdido el PSOE. El PP no ha sido capaz de romper su techo de cristal en España, situado en torno a los diez millones de votantes. Los socialistas han cosechado sus peores resultados desde la restauración democrática. De manera masiva han sufrido el abandono de cuatro millones de votantes que no han ido al PP, sino que han rechazado su gestión social-liberal de la crisis, y han votado a otras opciones, principalmente a IU y a UPyD, se han abstenido, votado nulo o en blanco.

Sin embargo, no todos estos votos perdidos por el PSOE desde 2008 suponen un rechazo al candidato y a la credibilidad de su programa. Rubalcaba ha cosechado un fracaso del que él es corresponsable y a la vez víctima, algo que nunca admitirá públicamente, y que no le augura un buen futuro político.

Por una parte, Rubalcaba ha cargado con una responsabilidad política incuestionable como miembro del Gobierno que ha gestionado la crisis a lo largo de estos últimos años, pero, por otra, también ha sido víctima del sistema electoral español. Un sistema que ha ayudado a mantener y endurecer y que se ha vuelto contra sus intereses.

Si los dirigentes del PSOE hubieran tenido una mayor sensibilidad democrática y hubieran estado a la altura de las circunstancias, habrían empleado estas dos últimas legislaturas para modificar objetivamente un sistema electoral obsoleto y escasamente representativo de la realidad social y política, que tiene consecuencias nefastas para los ciudadanos y que sólo beneficia a los dos partidos que se reparten el poder institucional en España.

Si, tal como proponen los autores de I love the Welfare State/ Yo amo el Estado del Bienestar, las elecciones al Legislativo y al Ejecutivo estuvieran diferenciadas, y estas elecciones hubieran sido sólo presidenciales, como ocurre en Francia con su sistema mayoritario a doble vuelta, Rubalcaba tal vez no hubiera tenido fácil ser el nuevo presidente, pero lo que es seguro es que nunca hubiera cosechado una derrota tan abrumadora.

La razón es bien sencilla. De las 52 circunscripciones actuales en España, sólo una tuvo la oportunidad de elegir directamente al candidato a presidir el Gobierno: Madrid. En las demás, el votante tenía que respaldar a unas listas electorales encabezadas, o integradas, por personas que iban desde las cuneras que se incorporaron con calzador a las mismas, véanse casos como los de Málaga, Zamora, etcétera, a otras que se identifican con el fracaso del Gobierno Zapatero, como Alicante, Orense, etcétera, e incluso alguna que otra en la que se han refugiado políticos que podrían estar en capilla para ser llamados por sus presuntas responsabilidades ante la Justicia por su gestión al frente de instituciones públicas, como en el caso de Sevilla.

El elector que, tal como reflejaban las encuestas de opinión, prefería a Rubalcaba frente a Rajoy, no pudo votarle directamente para presidir el Gobierno de España; por el contrario, lo que tenía que votar era un lista completa de candidatos a diputados entre los que muy probablemente iba a encontrar personas que provocaban su firme e incuestionable rechazo. El escenario electoral, una vez más, no respondía a lo que deberia ser una democracia representativa y participativa.

Rubalcaba ha sido otra de las víctimas del sistema electoral, pero a la vez es también responsable de que un Gobierno socialista, en el que era su vicepresidente, durante ocho años haya ninguneado, cuando no menospreciado, a los que pedían que se modificara el sistema electoral en España. En su pecado lleva la penitencia, pero, por favor, que ahora no nos haga pagarla al resto de los españoles que optamos por una alternativa socialdemócrata al próximo Gobierno conservador.

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