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PUES vaya, que se nos fue Rubianes el domingo. Habiendo vivido treinta primaveras menos que las que lleva gozadas y compartidas por don Manuel Alexandre, veinte menos que las que exprimió don Fernando Fernán-Gómez, muchas menos que el común de los mortales.

Tiene guasa que antes de que se le diagnosticase el cáncer de pulmón, a Pepe Rubianes casi le matan a disgustos, y le ponen en el disparadero de una cardiopatía o un ataque de ansiedad. La tele tuvo la culpa. Porque fue a la autonómica catalana, a El club, dijo lo que dijo, y no faltó ni un segundo para convertirse en carne de Youtube, y para que sus palabras, descontextualizadas, sirviesen de carnaza en todas esas tertulias de todos esos programas que viven del escarnio público.

Entre todos le matamos y él solito se murió. Y todavía hay quienes se han atrevido, en estas horas de funeral en la intimidad y obituarios lanzados a los cuatro vientos, a decir que era una figura irrepetible, un humorista como la copa de un pino, un genio entre los genios y tiro porque me toca. Cuando aún me acuerdo de lo que dijeron y volvieron a decir, en un tono nada inocente, en aquellos días en los que osó contar a Albert Om lo que le pasaba por la cabeza. Con las vísceras.

Algunos convirtieron al artista, al humorista, al cómico pensante en carne de juzgados. Pero qué triste. Quienes le vimos sobre los escenarios, tantas veces, en sus interminables monólogos gesticulantes, entendimos desde el primer momento cuál era su guerra, cuáles sus intenciones, y en qué jardín se había metido. Qué mala es la política. Qué mala es cuando se convierte en bucle, en principio y fin, en un sistema de perpetuación de la propia especie política. Y qué necesarios los humoristas para ironizar todo lo que quieran al respecto.

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