El sueño de Grecia IV: Amor y ataraxia

El fin de siglo, que lo es también de milenio, tiene para H resonancias crepusculares, asociadas a las postrimerías del XIX y al grandioso ocaso del paganismo, representado por figuras trágicas como Hipatia o el emperador Juliano. De Roma y la Antigüedad tardía nació el linaje de los filohelenos al que pertenecieron Winckelmann o Byron y un maestro vivo como Agustín García Calvo, que une a la erudición la voluntad de disidencia. H sigue fantaseando, como el afrancesado Darío, con los revolcones en la floresta. Los viajeros de verdad no se han enterado nada.

Más que los dos grandes sistemas que llevaron al argentino a afirmar que todos nacemos aristotélicos o platónicos, que no se sabía qué era peor, H buscaba en los oscuros fragmentos de los presocráticos -aún más indescifrables en las glosas de los hermeneutas- o en la poco encumbrada filosofía de cínicos y epicúreos, máximas que le sirvieran para conducirse de un modo acorde a los requerimientos de una sabiduría no puramente intelectual, sino concebida para la vida. Pese a su debilidad por las generalizaciones improbables, o tal vez por eso mismo, a H le incomodaban los pensadores demasiado especulativos o excesivamente aficionados a las taxonomías, lo que reducía bastante el ámbito de sus desvelos en este campo. De la vida propiamente dicha, como cualquier muchacho de su edad, sabía muy poco, pero intuía que había más verdad en los escasos fragmentos de las escuelas proscritas, combatidas ya antes de la impugnación de los galileos, que en los soberbios edificios de la Academia o el Liceo. Y no dejaba de pesar la inevitable afinidad hacia esos destartalados filósofos callejeros, muchos de ellos pícaros o medio tunantes, a los que se atribuía una impagable colección de anécdotas pintorescas. El objetivo, en fin, no podía ser otro que la felicidad, aunque H, pese a su interés por la materia, no daba la impresión de haber hecho grandes progresos.

Esclavo de las pasiones, entendía que era preferible llevar una vida sosegada, pero nadie le podía pedir que se convirtiera en una especie de monje inconmovible

A un poeta latino, el sin dios Lucrecio, que dedicó a Epicuro himnos casi religiosos, se debía la transmisión de buena parte de su doctrina. H le profesaba una devoción sin límites y repetía, casi en hexámetros, las maravillosas enseñanzas del gigante que liberó a la humanidad del temor a la muerte, enseñándola a considerar los placeres como bienes morales y a descreer de cualquier forma de existencia ultraterrena. El cuerpo no era, como decían los predicadores, la cárcel del alma, que moría con aquel y no debía esperar castigos ni recompensas una vez cumplido su ciclo. La superstición y los terrores sobrenaturales rebajaban a los hombres a un estado de servidumbre. Era verdad que de los esclavos reales, que para los griegos fueron poco más que semovientes inanimados, no se había ocupado nadie y que en ese sentido el cristianismo, con su admirable sentido de la fraternidad universal, representó una novedad absoluta, pero por lo demás el credo epicúreo, que podía ser calificado de visionario, mantenía su vigencia como herramienta emancipadora. El problema para H era que el original, a la vista de las fuentes, resultaba menos atractivo que la caricatura. En los textos, ciertamente, todo lo que decía el filósofo de Samos sonaba de lo más razonable, incluso demasiado razonable. Si para alcanzar la ejemplar ataraxia o imperturbabilidad que distinguía a los sabios, un concepto que empleaban asimismo los discípulos de Diógenes o hasta los estoicos, tan inquietantemente asimilables a santurrones, había que seguir en todo el camino de la calma y la mesura, había poco que hacer en su caso. Por ahí no lo iban a reclutar a H. Esclavo, en efecto, de las pasiones, entendía que era preferible renunciar a ellas para llevar una vida sosegada, pero pocas cosas le desagradaban más que la apatía y tampoco nadie le podía pedir que se convirtiera, a sus años, en una especie de monje inconmovible.

Asumiendo literalmente la autoparodia transmitida por Horacio, tan citada para ridiculizar el legado del Libertador, H se reconocía, hasta donde era posible afirmarlo sin perder la dignidad, como cerdo -a veces decía lechón, tratando de rebajar la crudeza- de la piara de Epicuro. Hozar, hozaba y el amor, expresamente desaconsejado como fuente de trastornos, desequilibrios y penalidades sin cuento, era en todas sus variantes, las inocuas e ideales como las más específicamente porcinas, una cuestión innegociable. Refrenar el deseo era como tratar de ponerle puertas al campo. El eros, ya lo decían los propios griegos, del mismo modo que el sueño, venía de fuera y no cabía oponer resistencia. Podía visualizarse a sí mismo como un anciano definitivamente apaciguado, aunque tampoco la edad provecta, por lo que veía a su alrededor, garantizara el camino de la virtud. Si amar dolía, que de eso no había duda, H tomaba el daño.

Los dioses, para ser exactos, no es que no existieran, sino que no se inmiscuían en los asuntos de los mortales. Frente a la tradición que los presentaba siempre luchando, enredando o empujando -tampoco ellos se privaban- en los amenos dominios sublunares, Epicuro los imaginaba cómodamente instalados en los vanos de entre mundos, donde andaban a lo suyo, en sus cosas. Y bien podía ser que continuaran allí, acaso despreocupados del olvido en que los tenían los humanos. Vencidos pero no domados, exiliados pero vivos, decía Heine, en versos que evocaban su presencia muda, ocasionalmente manifiesta en melancólicas epifanías donde aparecían como demonios tutelares a la espera de una segunda oportunidad, que pondría fin a la hegemonía del Cristo y restituiría los altares abolidos. De ese regreso hablaban también Pessoa, para quien todo lo posterior a Grecia había sido un error y un desvío, y otros muchos poetas neopaganos que involucraban a los viejos dioses en disquisiciones esotéricas y un tanto inextricables. Que vuelvan de una vez, pensaba H, y nos guíen o nos rapten o algo.

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