Ignacio F. Garmendia

EL SUEÑO DE GRECIAvi. Los paraísos artificiales

Como puede apreciar en las agotadoras asambleas de la Facultad, el gran invento de la democracia tiene sus fallas. H ha apostado por una militancia radical de orientación indefinida, que lo lleva a asociarse con extraños compañeros de viaje. La batalla de las ideas se proyecta en el ámbito académico donde los historiadores recelan de los filólogos. Una publicación que combina la difusa rebeldía con un trasfondo vagamente reaccionario es la modesta plataforma desde la que su activismo político evoluciona o degenera en una insana predilección por las flores mustias.

Un afán estético lo iba invadiendo todo. A H le fastidiaba admitirlo, pero en realidad le encantaban las muestras de esa quincalla decorativa que se compadecía mal con su apasionada defensa de la sobriedad, asumida como un imperativo en el plano moral -mejor ser pobre, no sólo porque era lo que había, sino porque la precariedad ayudaba a mantener el espíritu alerta- y argumentada con multitud de ejemplos relativos a la superioridad de las sencillas formas originarias respecto del canon clásico -lo más antiguo era siempre lo más puro- o no digamos de los estilos recargados y ornamentales. La teoría, sin embargo, era desmentida por la creciente atención que prestaba a ostensibles grieguerías que no cumplían ese austero ideal primigenio o se alejaban de él notoriamente. La Grecia de H, por otra parte, se parecía cada vez más a las figuraciones decimonónicas y él mismo, pese a su acentuado sentido del ridículo, salía a la calle vestido -disfrazado- de un modo indescriptible.

Entre los románticos el poeta Shelley, a quien el amigo caído en Missolongui había llamado el mejor de los hombres, seguía siendo su héroe, combativo, hipersensible y dado como el mismo H a las divagaciones abstrusas, pero últimamente eran los prerrafaelitas, los simbolistas -tan desacreditados por las vanguardias, lo que no dejaba de ser un incentivo- o los integrantes de la constelación epigonal de los movimientos finiseculares los que más influían en su visión, al cabo decadentista, de la Hélade soñada. H cultivaba maneras de dandi desharrapado y seguía detestando el lujerío, pero compartía la divisa del arte inútil y se reconocía conmovido en las desventuras de los malditos, disfrutando también de lo que tenían de teatreras. El nuevo individualismo, afirmaba Wilde, será el nuevo helenismo, frase de por sí estupefaciente que sonaba paradójica en el marco de su defensa, brillante y descabellada, de un socialismo naturalmente utópico. Una declaración perfecta para ser adoptada por jóvenes resabiados y desdeñosos de lo gregario, tanto más si ese helenismo redentor no equivalía -como en el caso del propio Wilde y de los uranistas exquisitos- a un guiño para aludir a los amores prohibidos.

Casi sin darse cuenta, H se había echado de cabeza a la noche y su peligro hermoso, que tenía desde luego un lado sórdido. Del malditismo lo separaba el hecho de que estuviera de relativa actualidad de la mano de los voceros del nihilismo urbano, que tampoco destacaban por sus inquietudes no musicales -afortunadamente, porque los más auténticos eran los menos pretenciosos- y en todo caso ceñían sus referentes a la cultura norteamericana contemporánea, situada a muchos años luz de los intereses de H. Algunos había que citaban, siempre a propósito de los excesos o los desarreglos, a Blake o Rimbaud, pero el resto se conformaba con el habitual cóctel, verdaderamente indigerible, que resultaba de la mezcla de la mística de la carretera, las veleidades orientales y el satanismo de bajo presupuesto. Y estaban, no los menos espesos, los apologistas de la embriaguez como forma de conocimiento, chamanes abotargados que parecían haber retrocedido en la escala evolutiva. Si incluso dos grandes como Baudelaire o De Quincey, cuyas patéticas confesiones no podían leerse sin impaciencia, se enredaban a la hora de contar los deprimentes pormenores de sus adicciones, no cabía esperar que los zoquetes de la sicodelia convencieran a nadie de que el ratito de gloria que procuraban los paraísos artificiales fuera la puerta de acceso a un supuesto estado de lucidez -bastaba verlos a ellos- que reducía a sus beneficiarios a la condición de bultos contemplativos.

Había con todo la posibilidad, de pequeño o altísimo coste, de los sueños inducidos. Y más que en los lotófagos de la Odisea, H pensaba en los artistas seriamente enfermos, pero sin alardes, o en las musas morfinómanas de entreguerras, con sus ojeras seductoras y sus cajitas de plata. Algo conocía de la malandanza y de la mitificada vida del arroyo, que en la práctica era una cosa tristísima. Del trato con los buhoneros, los trapicheos y las deshoras. Comerciaba con libros viejos y había empezado por vender los suyos, trabando contacto con la extravagante cofradía de los rebuscadores entre los que abundaban los individuos desamparados, aunque muchos tenían también -había que verlos desde abajo- un reverso mezquino. Para coger sitio en el mercadillo, era obligado llegar en la alta madrugada y ocuparlo con una manta, haciendo frente a las miradas aviesas de decenas de náufragos que recibían a los recién llegados con hosquedad indisimulada. Era un paisaje como expresionista de rostros desencajados, dominado por la penumbra en la que destacaban las llamas intermitentes de los mecheros y las hogueras en los bidones herrumbrosos. El griterío de los noctámbulos, de vuelta de la farra, contrastaba con el silencio de los campistas, ocupados a ratos en el trasiego del aluminio. Pero también entre los excluidos había almas generosas y de ellas aprendía el noble rechazo a la complacencia en la desgracia, un modo impávido pero no resignado de sobrellevar el infortunio, una variante del desapego que no era incompatible con la solidaridad profunda. El dios lo abandonaba y H sentía, más perdido que nunca, el abrazo helador de la intemperie.

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