UN país como España, en crisis de identidad permanente, tiene serios problemas para aceptar sus símbolos colectivos. Nuestra larga tradición de enfrentamientos a garrotazos ha hecho que la bandera nacional sea vista como una especie de amenaza por algunos sectores de la población. Barack Obama se despide en sus discursos con un "Dios bendiga a América", mientras sus seguidores enarbolan la bandera americana y suena una canción de Bruce Springsteen, pero aquí ninguno de sus muchos admiradores se atrevería a hacer lo mismo. Aquí hay mucha gente que desconfía de la bandera, a la que se asocia con los desfiles militares y con los recuerdos poco agradables de la época franquista. Y eso explica que la bandera de España apenas aparezca en los actos públicos de los sindicatos o de la izquierda, que sin embargo no tienen ningún reparo en empuñar banderas -o más bien banderolas- como las de La Rioja o Ceuta, tal vez diseñadas por un artista psicodélico jubilado. Porque la izquierda -o mejor dicho, la auto-intitulada izquierda- sabe que las banderas son necesarias, pero prefiere las locales, las próximas, o en todo caso la tricolor republicana, ante la cual mucha gente siente un respeto casi supersticioso (ignoro por qué, dicho sea de paso).

El único momento en que parece que se produce una aceptación serena de la bandera española es cuando juega la selección nacional. No en todas partes, por supuesto, porque en el País Vasco y en Cataluña hay una parte de la población que la mira con recelo o incluso con desprecio. Pero lo cierto es que la bandera española -o los colores de la bandera- sólo se ven por calles de Cataluña y del País Vasco cuando juega la selección. Durante esos noventa minutos se produce una tregua -frágil, desde luego- entre las partes que se odian o que desconfían la una de la otra.

Yo no le tengo ningún aprecio especial a la bandera española. Más bien me molesta, pero no porque sea la bandera española, sino por la sencilla razón de que no me gustan las banderas, a no ser como mera curiosidad (hay banderas muy extrañas, como la nepalí o la de Georgia o la de las Islas Maldivas). Pero no es saludable para un país que su único símbolo colectivo aceptado por todos -y ni siquiera por todos- sea su selección nacional de fútbol. Que yo sepa, España es el único país de Europa en el que su bandera tiene que disfrazarse de banderola deportiva para que pueda ser enarbolada por alguien, en plena calle, sin que los demás nos tomemos ese gesto como una amenaza o un recordatorio nostálgico de tiempos peores. Y eso, nos guste o no, no es bueno. La bandera -que es de todos- debería ser usada también por todos, y no sólo por los oyentes entusiastas de la Cope o por los forofos de la selección nacional.

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