La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

El Señor

La primera venia no se pide en la Campana, sino ante el Gran Poder, recién nacido el Domingo de Ramos

Dónde hay más Semana Santa que en la Basílica de San Lorenzo? Allí está su hálito vital, su alma, su sentido, lo que la sustenta, su cimiento, su raíz. Las vísperas son el Señor pisando el suelo de Sevilla la noche del Viernes de Dolores. La primera venia para que empiece la Semana Santa no se pide en la Campana, sino en la Basílica, apenas pasada la medianoche del Sábado de Pasión y recién nacido el Domingo de Ramos, cuando el primer devoto pasa ante el Señor y le besa las manos atadas, y le mira a los ojos, y se siente mirado por Él, y se aleja volviendo la cabeza para no perderle la cara.

Esta Semana Santa sin pasos, sin nazarenos y sin músicas no niega a la otra, a la de las calles: la sostiene en su verdad y le da sentido. De la misma manera que Jesús del Gran Poder, por ser el Señor de Sevilla, no niega a las otras imágenes de Cristo, tan portentosas y conmovedoras muchas de ellas, sino que las asume y las representa; como si en él se manifestaran a la vez la hondura teológica de Montañés, la severidad mística de Ocampo, la abatida dulzura de Roldán y el desgarro de Gijón. Por eso quienes tienen otras devociones, pertenecen a otras hermandades y salen en otras cofradías lo sienten tan suyo como a los suyos y son tan de Él como de ellos. Por eso quien no tiene hermandad e incluso no practica religión lo siente tan suyo y se siente tan de Él como los más creyentes. Éste es el Señor que dijo "no necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a justos sino a pecadores".

Es esto tan cierto como que la Semana Santa, cuyas vísperas se viven en San Lorenzo y cuyo inicio no se produce hasta que se abre el besamanos del Señor, culmina cuando a la una de la madrugada del Viernes Santo, casi a la vez, se abren las puertas de San Lorenzo y en la Macarena, después que la primera levantá haya conmocionado la Basílica hasta sus cimientos, la Esperanza, en un silencio absoluto -sólo chirriar de zapatillas costaleras sobre el mármol, golpear de las caídas del palio contra los varales, tintineo de los candelabros de cola-, avance majestuosa y sola hacia el atrio tras cuyas rejas una multitud enmudecida, a la vez feliz y sobrecogida, la espera. Y esto lo escribe quien es de San Juan de la Palma y ha sido toda su vida nazareno del Silencio y el Calvario. Pero también sabe en qué manos están el Poder y el Imperio. Y ha conocido el Cielo.

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