La Noria

Carlos Mármol

Sevilla-Tucson: parecidos razonables

Un estudio oficial de la agencia española de meteorología augura que Sevilla terminará padeciendo a finales de este siglo las mismas temperaturas que la ciudad norteamericana de Tucson, capital del desierto de Sonora

SEVILLA ha dejado de necesitar un plan estratégico. ¿Para qué? Nos ahorra el trabajo la Agencia española de Meteorología. Esta semana este organismo ha anunciado en términos bíblicos: "Sevilla tendrá el mismo clima que Tucson (Arizona) dentro de setenta años". Su estudio, que se basa en la proyección de las temperaturas medias, viene a concluir que en las próximas décadas los termómetros subirán entre tres y seis grados centrígrados, lo que convertirá el calor sevillano, que estos días sufrimos inmisericordemente, en la canícula madrileña; el duro estío propio de la capital de España pasará a ser el tiempo del Norte. Todo sube. Andalucía se irá convirtiendo poco a poco en un desierto. No es una figura metafórica. Es la realidad probable que augura la ciencia.

Semejante pronóstico parece venir a anunciar la quiebra de dos mitos sevillanos. El primero: esta ciudad, que en su fuero interno todavía continúa comparándose con Roma, París, Barcelona y otras urbes europeas, debe ir dándose cuenta de una vez de que, a pesar del pasado del que presumimos los sevillanos con tanta frecuencia, y de la herencia cultural judeo-cristiana, nuestro porvenir, al menos en términos climáticos, no va ser el Viejo Continente, sino África.

En segundo lugar: si salimos vivos de la actual crisis, más vale que los estrategas municipales -los que vendrán en los años venideros- diseñen sus planes de futuro sobre la certeza de que tendremos que vivir -los que perduren; algunos no llegaremos a verlo- en un territorio donde el calor será una constante diaria, el agua será bastante escasa y las condiciones de vida -otro de los abundantes tópicos hispalenses- serán mucho más duras.

Puede pensarse que esta visión es apresurada. E incluso apocalíptica. Es lo de menos. El tiempo dirá qué ocurre. Basta sencillamente con esperar. Ciertamente la obligación de aprender a vivir en un desierto provoca desconcierto, sobre todo dados determinados usos y costumbres locales que por fuerza tendrán que cambiar. Lo que no han hecho años de oposición contra la Sevilla Eterna lo conseguirá sencillamente el tiempo. La Sevilla de 2070 probablemente no se parezca -ni en lo físico ni en lo espiritual- a la actual. No sería raro en una ciudad que, pese a lo que se cree y lo que se dice, no ha dejado de mutar, en general para peor. A buen seguro existirán todavía entonces los habituales guardianes de las añejas esencias patrias, pero la fuerza de los hechos -meteorológicos- terminará cambiando sin remedio a la ciudad.

¿Cómo es Tucson, ya que parece ser nuestro inevitable destino? Si se mira despacio no es tan diferente a Sevilla. De hecho, cada vez nos parecemos más, aunque esta evidencia moleste. Que Sevilla, al igual que buena parte del mundo occidental, está sumida en un intenso proceso de norteamericanización no es nada nuevo. El fenómeno consiste no sólo en el predominio de una serie de valores -los derivados de una sociedad de consumo-, sino en la relativización de otros. Aquel mito de que España es diferente dejó de ser verdad hace varias décadas, aunque por estos pagos todavía se piense lo contrario. Sevilla, en realidad, es ya como otras muchas partes del globo. Una ciudad provinciana, con su propia mitología, y a la que le cuesta modificar la imagen mental que tiene de sí misma. Un mal relativamente benigno: lo cura el tiempo. Claro que tiene sus consecuencias.

Una mirada al exterior

En Estados Unidos, sobre todo en Arizona, estado al que pertenece Tucson, este problema no existe. Tan escasa historia tienen -aunque defiendan, pregonen y revindiquen más que nosotros la que conservan- que no sufren dolor alguno cuando llegan los cambios de ciclo. Tucson es, igual que Sevilla, una capital secundaria, dicho sea sin ánimo de ofender. Segunda urbe de Arizona -un estado en el que residen bastantes de los mitos del Oeste norteamericano; nosotros, al parecer, somos baluarte de los rasgos españoles-, fue fundada por los españoles, que en América -es sabido- jugamos el papel de los antiguos romanos. O casi.

Lo que en su origen no era más que una misión religiosa y un siglo después pasó a ser un presidio de frontera, ahora es una ciudad que lleva a gala ser la capital del desierto de Sonora. Aunque a algunos les parezca imposible, existe vida [inteligente] en este páramo. Mucha. Tucson fue primero mexicana -tras la independencia de España- y después, tras la célebre guerra entre los dos países situados más al sur de Norteamérica, pasó a convertirse en un territorio de Estados Unidos.

Al parecer, destaca, igual que otras urbes del país, por ser una de las ciudades que más rápidamente ha crecido en población. La multiplicó por cuatro en un lapsus de tiempo realmente corto. ¿La razón? La inmigración latina, a la que ahora las autoridades quieren convertir por decreto en sospechosa de delitos por el simple hecho de hablar en español y nacer en otro sitio. Como si uno pudiera elegir el lugar en el que le traen al mundo.

Hablamos de una urbe extremadamente calurosa. Así será nuestro futuro: 340 días de sol al año, una única estación meteorológica con algún atenuante (un periodo de menos calor relativo) y dos contadas temporadas de lluvias monzónicas, susceptibles de provocar inundaciones. Su ventaja frente a Sevilla: la altura. Tucson cuenta con un entorno de montañas, aunque su damero urbano, como otras ciudades americanas, está ubicado sobre un valle. La altura atenúa el calor. En este aspecto, en Sevilla estamos peor. Dicen las crónicas que antes de la inmigración la ciudad norteamericana empezó a ganar población gracias al descubrimiento -en los años 50- del aire acondicionado. Fue este factor el que la convirtió en destino de muchos jubilados americanos, ávidos de gastar su plan de pensiones. Privado, por supuesto. La llegada de estos nuevos habitantes cambió las costumbres: se alteró desde la forma de vestir -ver a alguien con un traje de chaqueta es extraño- al tejido económico. De nudo central de la red de ferrocarriles del Oeste, tierra agraria -los latifundios suelen rondar las 2.038 hectáreas- y baluarte minero, como buena parte de Arizona, pasó a convertirse en área industrial y territorio de paradojas: una ciudad con 120 parques -ya quisiéramos en Sevilla- y completamente rodeada por el desierto. Un sitio donde el viajero puede ir a ver un museo de misiles o ver cómo ensayan los astronautas, sin renunciar, al menos de forma simbólica, a la vieja estética de las casas de adobe, los cactus o las fiestas como la de Todos los Santos, réplica de los bailes de la muerte que tan característicos son en México.

vivir en el desierto

Además de por el calor, nos parecemos a Tucson en otras cosas. Su territorio metropolitano es el fruto amargo de la dispersión urbanística -edge towns llaman a las poblaciones suburbanas donde hay que coger el coche para ir a comprar el pan; como ocurre en el Aljarafe o en Dos Hermanas- y la escasez de agua no ha evitado que los usos agrícolas y recreativos -los campos de golf- consuman buena parte de los recursos hídricos. Igual que aquí, se gasta en el campo y en las piscinas más agua que en abastecer a la población. Junto al turismo, los yacimientos económicos de Tucson -en esto deberíamos aprender- se centran en la energía solar -Abengoa ensaya en Sevilla este sendero; todavía embrionario-, la industria óptica y la potenciación de la universidad, junto a otras actividades relacionadas con la alta tecnología. Los frutos son evidentes: el crecimiento económico suele superar el 5% y el paro, hasta hace poco, no pasaba del 4%. Sólo en industrias tecnológicas -1.200 negocios- trabajan en la ciudad hasta 50.000 personas. La renta media familiar supera los 35.000 dólares. ¿Quién iba a decirlo? En el desierto de Sonora también existe la riqueza. En Sevilla el calor ya lo tenemos. Sólo nos queda conseguir todo lo demás. ¿Podremos?

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