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ESTOS días en los que todos queremos y apoyamos tanto a Silvia Abascal no está de más recordar las maravillosas tres funciones teatrales que nos ofreció la década pasada. Con La Gaviota, con Historia de una vida y finalmente, con Días de vino y rosas. Las comparaciones son odiosas, y las temporadas teatrales no son competiciones que concluyan en el podio de los ganadores. Pero en ese inevitable balance que cada final de ciclo hacemos los aficionados, recordando qué es lo mejor que hemos visto, sin duda que los tres montajes antes aludidos sobrevolaron a una gran altura.

No fue un Chejov más aquella Gaviota, no fue un Chejov de franquicia. Estaban nada menos que Carmen Elías y Roberto Enríquez, estaba Pedro Casablanc que ahora protagoniza Falstaff en el Valle Inclán, que es tanto como decir la cumbre de la presente temporada. Y allí estaba Silvia encarnando a una Nina inolvidable, dirigida por Amelia Ochandiano. En Historia de una vida asistimos a uno de esos duelos actorales que perduran: Luisa Martín y Silvia Abascal se doctoraban con el cum laude como protagonistas. En Días de vino y rosas, junto a Carmelo Gómez, nos hicieron olvidar el icono cinematográfico, poniéndonos la piel de gallina.

Silvia Abascal es una de las actrices más grandes de su generación. Más todavía. Siempre ha sido un tanto precoz, adelantándose a la etapa en que por su físico le habría tocado vivir. Lo proclamábamos antes de ese susto que nos ha dado, y lo seguimos diciendo ahora. Está bien que hayamos tardado diez días en enterarnos del suceso. Mejor conocer la noticia cuando ya todo es pasado. Y esperar que salga de esta, para seguir disfrutando de sus trabajos, y de su preciosa mirada inteligente.

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