La tribuna

Adela Muñoz Páez

Sirenas negras

EN un vídeo de YouTube titulado Cantos de sirenas aparecen unas niñas cantando la canción de la cantautora española Inma Soriano que da nombre al vídeo, mientras bailan sobre la tierra rojiza de una aldea de Ghana. Algunas llevan la cabeza casi rapada, otras lucen tocados multicolores a juego con sus trajes. No llevan maquillaje ni abalorios, pero todas lucen espléndidas con la vitalidad y el entusiasmo de sus 13 años. Cantan con más gracia que afinamiento, pero en su baile muestran un sentido del ritmo excepcional que resulta encantador en su ingenuidad. Es evidente que se lo pasan muy bien mientras las filman.

Lo que quizá no resulte tan evidente es que puede que se trate de unas niñas excepcionalmente afortunadas, aunque vayan descalzas y ni siquiera sueñen con tener un teléfono móvil ni ninguna de las cosas que nuestras adolescentes considerarían imprescindibles. Porque estas niñas tienen el privilegio de ir a escuela y ninguna parece estar embarazada, a pesar de su avanzada edad. Sólo por eso puede que escapen a las terribles secuelas que dejan muchos de los embarazos precoces en África, como las fístulas anales que pueden ser peores que la muerte; estando escolarizadas tienen más posibilidades de no caer en las redes de prostitución infantil y de ser contagiadas de sida. Si consiguen aprender un oficio que les permita ganar dinero, como peluquería o costura, quizá también puedan zafarse de la dureza del trabajo en el campo y de la tiranía de un marido que las tenga que mantener y las considere su propiedad. Si tienen la suficiente fuerza de voluntad y los hados les son propicios, su educación puede progresar lo suficiente para que su maternidad se retrase hasta que sean casi adultas. Así el número de sus embarazos será menor y ellas estarán más capacitadas para criar a sus hijos, por lo que puede que se libren del inmenso dolor de ver morir a uno o varios de ellos. E incluso, con suerte, cuando les llegue la edad, igual se niegan a que sus hijas sean mutiladas genitalmente, aunque ellas lo fueran en su día, y así empiecen a romper ese círculo infernal que atrapa cada año a tres millones de niñas.

Puede que hasta convenzan a alguna matrona de que abandone el lucrativo oficio de sajar clítoris a niñas, y con el tiempo, cuando se acaben de hacer mujeres, ayuden a otras niñas africanas a salir del analfabetismo y de la ruleta rusa de los embarazos precoces. Y después, junto con ellas, puede que saquen al continente africano del marasmo al que lo han llevado parte de sus hombres.

Es el cuento de la lechera, pero en su versión africana resulta extraordinariamente cruel, porque pone sobre los hombros de estas niñas tareas formidables. Es evidente que la fortaleza de las mujeres africanas es mucho mayor que la de Hércules, pero mirando los hombros de esas niñas de apenas trece años resulta imposible imaginarlo, porque mientras se siguen sus movimientos sólo se puede admirarlos y pensar que nacieron para bailar, sólo para bailar.

Pero aparte de admirar su baile quizás podamos hacer algo más. Quizás podamos dejar de escudarnos en las mil excusas que encontramos para no ayudar a estas niñas y a otras cuyas vidas pueden cambiar drásticamente si alguien en el Primer Mundo se interesa por ellas. Por ejemplo, podemos dejar de pensar en los casos descubiertos de malversación de fondos en ONG, y pensar en cambio en las monjas que, olvidadas de todos, han hecho de África su país de adopción y allí, al margen de las directrices del Vaticano, mejoran la vida de las chicas que están cerca de ellas. También podemos dejar de imaginar las comilonas y viajes que esos perversos responsables de ONG se puedan dar a cargo de nuestras donaciones, e informarnos de la actividad de pequeños dispensarios que existen gracias al trabajo de ciudadanos como nosotros que un día decidieron viajar más allá de las ofertas de las agencias de turismo de su ciudad.

También podemos dejar de pontificar que "una limosna no va a cambiar la situación global de injusticia del mundo, así es que ¿para qué voy a molestarme en darla?". En lugar de eso, deberíamos pensar que aunque aumentar un año o unos meses el tiempo de escolarización de una de esas niñas no vaya a cambiar el destino de África, sí puede cambiar drásticamente el destino de ella y el de su familia. También podemos pedir a nuestros gobernantes que el porcentaje que dedican a proyectos de cooperación al desarrollo, que aunque no llegue al 0,7% puede significar mucho, sea gastado de forma eficiente.

Así, mientras ellas bailan, aparte de admirar esas hermosas sirenas negras, nosotros podemos hacer muchas cosas para que ellas y las que vengan más adelante puedan seguir bailando.

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