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PASADO mañana es el gran día. El de la huelga general, anunciada con tanta antelación -la convocatoria se hizo al inicio del verano y se celebra en otoño- que muchos creían que la causa oculta de esa anticipación era que, en el fondo, no pensaban llevarla a cabo. Pues nada, aquí estamos, en vísperas del gran parón, y ya con los servicios mínimos del transporte público, tan decisivo para el éxito o fracaso de una huelga, pactados entre Gobierno y sindicatos. Lo que indica esto es que, salvo sorpresas o incumplimientos graves, no va a ser una huelga salvaje. Algo es algo.

La verdad es que ésta era una decisión casi obligada por parte de los sindicatos. Se les venía acusando de excesiva prudencia, rayana en la debilidad, ante los efectos de una crisis que ha provocado cuatro millones y medio de parados, y demasiado complacientes ante la actitud de un Gobierno renuente a tomar medidas y que, cuando lo hizo, forzado por presiones externas, las adoptó con un sesgo claramente lesivo para las clases menos favorecidas. La reforma laboral, aprobada por el Gobierno, después de un larguísimo y decepcionante intento de alcanzar un consenso con las fuerzas sociales, no ha satisfecho, al menos públicamente, ni a tirios ni a troyanos. Por lo que se ve, entre sus hipotéticas virtudes, no está la de contribuir a la creación de empleo, y sí a facilitar los despidos.

Así que los sindicatos, decepcionados y criticados, no tenían otro remedio, si querían seguir conservando ciertas dosis de credibilidad, que convocar esta huelga. Y eso, a sabiendas que no va a tener un retorno positivo, es decir que, tal como están las cosas, el Gobierno no va a dar marcha atrás, si no quiere enfrentarse a un problema mucho más grave que una huelga general. Así lo dijo claramente Zapatero en Nueva York, que es donde hay que decir las cosas para que se entere el mundo mundial.

También es cierto que el Gobierno, que ya esperaba una reacción así, tampoco parece excesivamente preocupado por lo que ocurra, salvo sorpresas, el próximo miércoles. Incluso da la impresión de que quiere universalizar la protesta. O sea, que no sólo se pongan en huelga los trabajadores de a pie y los mileuristas, sino también los altos directivos, los que ganan más ciento veinte mil euros al año, y por eso les ha anunciado, precisamente ahora, un incremento de la tributación del IRPF. Y ellos, como es lógico, también tienen derecho a protestar. Por eso, pasado mañana pueden ir al lado de sus empleados, dejando en el armario los trajes a medida y las corbatas Hermés, como si fuese un fin de semana. Así es la vida. Inteligente jugada la del Gobierno, porque ya que no la puede impedir, sí puede socializar la huelga.

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