Crónica personal

Alejandro V. García

Solitario

APROVECHANDO la inmunidad moral de que gozan las grandes corporaciones en el proceso de desmoronamiento económico que cada día se cobra nuevas víctimas y manda al paro a miles de trabajadores y de la pasividad de los damnificados, Jaime Giménez Arbe, El Solitario, ha proclamado en una de las sesiones del juicio, en el que se juega 52 años de cárcel por atraco y dos asesinatos, que su vocación auténtica no es la de atracador, sino la "de expropiador de bancos, a mucha honra". Y además ha salpicado sus fechorías con apelaciones al "anarquismo" y a la resistencia "antisistema". El Solitario ha engordado en la cárcel, se ha dejado crecer una melena ensortijada y gasta unas patillas de mango de navaja. El Solitario tiene el aspecto de uno de esos intérpretes de la canción del verano que tratan de revalidar su éxito treinta años después repitiendo, con la voz cascada y una sonrisa llena de ojeras, una anticuada colección de estribillos pegajosos.

El Solitario carece de crédito para convencer a sus semejantes de que es un revolucionario (el último, sin duda), pero domina los rudimentos de la técnica de la ambigüedad lingüística tan utilizada hoy en día. El delincuente se declara "expropiador de bancos", que es una tarea con ecos espartaquistas e incluso con algunas hebras de entendido en teoría económica. El expoliador transformado en expropiador. El Solitario se aprovecha de la falta absoluta no ya de rebeldes sino de conjurados (de salón) contra el sistema que nos está arrastrando a la quiebra colectiva para proclamarse algo así como el último insurrecto que ha peleado contra la razón acorazada del capital desvalijando bancos.

No cuelan las apelaciones del atracador y asesino, pero avivan un sentimiento lejanísimo de camaradería entre la legión de hipotecados perplejos que suman cada día nuevas dificultades para cumplir el compromiso mensual con el banco. ¡Inocente! Se ha despeñado la inmobiliaria Martinsa y en su caída ha arrastrado al sector inmobiliario en su conjunto, ha lastrado a una caja de ahorros excesivamente confiada, ha tirado de la Bolsa y extendido la incertidumbre entre las 12.500 familias que se han quedado con una vivienda a medio construir en una mano y un crédito sin pagar sobre el alma. Y no se ha oído una mosca. Ha caído Martinsa, pero la reputación de sus gestores, y la de todos los que han contribuido durante dos décadas a inflar el globo inmenso del ladrillo, queda mayoritariamente a salvo del reproche, como si el cataclismo inmobiliario fuera un castigo del cielo -o una venganza caprichosa de la fortuna- más que el resultado de una codicia sin medida y de un sistema inmoral que disculpa a los depredadores.

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