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Antonio Sempere

Súper Bolt

OTRA vez. Bolt corrió contra sí mismo la final de los 200 metros. Y ganó, para regocijo de Esteban Gómez, que no tenía palabras para comentar unas imágenes que se explicaban por sí solas. Dicen los que conocen los entresijos del atletismo que una figura como la de Bolt es lo que necesita este deporte, para devolverle carisma, pegada fuerte y convertirse en fenómeno de masas. Algo muy parecido a lo que sucede con Michael Phelps en la natación. Sin embargo, en estos casos yo no reparo tanto en lo que dicen los jefes de las federaciones ni los medios de comunicación. Me gusta ponerme en la piel de los que compiten. Aparentemente, Phelps va a lo suyo. Escucha sus músicas a través de los auriculares. Y después, hace lo que hace. Bolt, antes de cada hazaña, posa ante las cámaras que lo enfocan. No se priva de sus coreografías. No parece que la responsabilidad de la carrera le afecte lo más mínimo. Y arrasa.

Reparo en tantos y tantos atletas de aquí y de allá, también los nuestros. Tan esforzados, tan sacrificados. En lo que deben sentir cuando ven cómo, alguien como ellos, en el mismo estadio, realiza una proeza prohibitiva para sus capacidades físicas, por más que vivan el atletismo como una religión a la que han consagrado su vida.

He tenido un sueño de verano en el que era un pequeño Bolt. Porque mi marca para escribir las trescientas palabras de esta columna se sitúa en los diez minutos. También imagino a los que le dedican media hora, los que la consultan con la almohada y ni siquiera se regalan un canturreo antes de ponerse manos a la obra, de pura solemnidad. Los resultados, eso sí, se miden en otras variables.

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