La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Tarde de Feria

Las torres mudéjares montaban guardia intramuros de la ciudad desierta en tarde festiva de Feria

Ayer. En la tarde por fin calurosa, verde puro de hojas recién abiertas en los altos árboles que dan a esta hermosa plaza un aire conventual de jardín cerrado, azul intenso de un cielo por fin libre de nubes, blanco de muros y azahares, brillo de azulejos, ladrillos y tejas enfebrecidos, piar de vencejos, las torres mudéjares montaban guardia intramuros de la ciudad desierta en tarde festiva de Feria.

Extramuros, en las igualmente desiertas barriadas, montaban guardia los altos bloques de pisos. Pero tras sus ventanas cerradas y persianas a medio bajar había demasiadas historias tristes que en esa tarde vacía de fiesta que nada celebraba parecen aullar soledades en habitaciones sólo alumbradas por las luces cambiantes de las pantallas de televisión. Las calles desiertas de intramuros son melancólicas; las avenidas desiertas en las que el calor hace brillar el asfalto y los semáforos cambian sin dar paso a nadie son tristes. Los fantasmas que habitan las torres mudéjares o vuelan en torno a ellas son felices porque después de tantos años han olvidado que alguna vez fueron seres vivos y creen que esta es su auténtica naturaleza; pero los fantasmas que habitan los bloques de pisos no se resignan a serlo e incluso a veces creen estar vivos, sufren y hacen daño. Por eso es mejor que los deje y vuelva a las torres.

Pasé revista a las vigilantes torres de intramuros paseando por la ciudad sólo habitada esta tarde de fiesta y Feria por ermitaños encerrados en sus casas y sólo transitada por grupos de turistas que iban menudeando hasta deshacerse conforme me alejaba de la Catedral. Allí la vigía mayor de Sevilla imponía su colosal presencia, tan poderosa que en muchos metros a la redonda ninguna iglesia se atreve a alzar su torre. Ni el Sagrario, ni Santa Cruz, ni Santa María la Blanca tienen torres; y la de San Nicolás, como si el arrepentimiento hubiera frenado a sus constructores, está a medio acabarse. Hay que alcanzar una distancia de respeto para que se alcen la tan modestamente hermosa de los Filipenses, la torre fortaleza de San Isidoro, las hermanas neoclásicas de San Ildefonso y por fin la primera torre alta y orgullosa que se atreve a elevarse sin temor a ser humillada por la Giralda, la de San Pedro. Ante ella, bajo la sombra impresionista de los altos árboles de la plaza desierta, escribo en esta tarde tan quieta, vacía y callada que su paz a veces produce desasosiego.

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