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La ciudad y los días

Carlos Colón

Tarde de verano, un recuerdo

LAS persianas marcaban las horas del día, como si fueran relojes de sombras. Hasta media mañana se mantenían abiertas todas las ventanas de la casa. Antes de que llegara el mediodía la persianas verde oscuro se bajaba a medias. A la hora del almuerzo se echaba del todo, dejándola caer por fuera de la barandilla del balcón. Y en la siesta se recogía para bajarla ya del todo, dejando el piso en una calma penumbra. Al poco rato se oía a mi abuelo levantarse de la siesta, refrescarse en el cuarto de baño y salir cerrando con cuidado la puerta. La calle estaba tan quieta y todo tan callado que se oía arrancar el viejo Standard y alejarse camino de los pueblos en los que pasaba consulta por las tardes. En la salita en penumbra mi abuela suspiraba imaginándolo por las carreteras abrasadas, temiendo que le asaltara el sueño.

Así seguía todo hasta media tarde, cuando el olor a café llenaba la casa y la persiana volvía a recogerse para echarse otra vez por fuera de la barandilla del balcón. Con un pañuelo empapado en agua de colonia anudado al cuello para detener el sudor, mi abuela se sentaba con aire matriarcal en una butaca junto a la camilla, vestida con ligera y clara enagua veraniega, sobre la que colocaba su café y su plato con galletas. Sonaban bajito novelas y canciones dedicadas por la radio. La abuela leía despacio el periódico, bisbiseando, mientras, sentado junto a ella en una silla baja de anea, yo leía algún libro de la Colección Historias -quien sabe por qué recuerdo ahora Ivanhoe y Un invierno entre los hielos- o releía mis tebeos del Capitán Trueno. Sobre todo hablábamos. Mi abuela me contaba historias que poco a poco, tarde a tarde, iban trenzando la historia familiar. Entonces las abuelas eran las guardianas de la memoria, los homeros de las odiseas familiares, no menos llenas de aventuras que la de Ulises. De vez en cuando me mandaba por un vaso de agua helada al grifo que salía de un costado de la nevera de nieve.

Al caer la tarde se levantaba del todo la persiana y nos concentrábamos en el espectáculo de la calle en la que se iban encendiendo los escaparates. Un cartucho de pavías de la calentaría de Montaño ponía fin a la jornada en la habitación en la que la luz agonizaba con la lentitud de los anocheceres de verano. Esas tardes largas figuran entre las más calmamente felices de mi vida. Lo recordé ayer, en uno de esos fogonazos de la memoria que alumbran un mundo en un instante, al leer lo que el compañero Eduardo Jordá escribía sobre la intolerancia al calor que hemos desarrollado los mimados habitantes de los países ricos.

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