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Alejandro V. García

Telefónica y sus metáforas

HACE mucho tiempo que la gente corriente perdimos la capacidad de convertir las cifras de los balances de las grandes compañías en dinero corriente. Sólo alcanzamos a imaginar tales cantidades de millones si las interpretamos como alegorías o como las hipérboles que usa el capital para componer las odas que luego declaman en esos grandilocuentes juegos florales que son las reuniones anuales de inversores. Y aun así nos extraviamos entre tanta metáfora. Telefónica anunció hace unos días unos beneficios de 10.000 millones de euros en 2010, unas ganancias que batieron todas las marcas anteriores. Para celebrar semejante éxito acordó compensar a los accionistas con unos dividendos nunca vistos de 7.300 millones. A los directivos de la compañía, por su lado, les correspondió en el reparto un plan de incentivos valorado en 450 millones.

Lo que sí, en cambio, somos capaces de interpretar es la prosa, es decir el lado trivial, ramplón y doloroso de las cuentas. El contraste entre los contenidos altisonantes de los balances y la tosquedad de las consecuencias es extraordinario. Frente a la enfática ponderación de las ganancias y las recompensas, Telefónica ha deslizado su intención de reducir en un 20% la plantilla en España a lo largo de los próximos tres años. Para celebrarlo, supongo. ¿Qué razones da? Todas misteriosas. Sus negocios, yendo bien, van mal, pues la deuda se ha disparado hasta los 55.000 millones tras la compra de Vivo, y ahora además debe afrontar la nueva red de fibra óptica en España y el despliegue en países como Brasil y México.

El feroz contraste entre el lirismo de los beneficios y el realismo canalla de los despidos ha provocado reacciones que van desde los suspiros comprensivos de los rapsodas del orfeón de guardia a las protestas impotentes de los ciudadanos comunes. ¿Y el Gobierno? De momento discreto, muy discreto. El educadísimo "no estoy de acuerdo" de Rubalcaba es por ahora una respuesta anémica; el "inoportuno" de Elena Salgado, apenas un carraspeo, y la oposición de Valeriano Gómez, una promesa endeble. Sólo Cayo Lara, tan antiguo, ha propuesto tomar el Palacio de Invierno.

Los trabajadores corrientes han aprendido en los tres últimos años a dar su brazo a torcer hasta oír el chasquido de la fractura. Se han domesticado. Han asumido que los convenios firmados no se pueden cumplir; que hay que renunciar a los aumentos y que el despido es un derecho del empresario. Pero le faltaba una última lección: si hay ganancias récord de 10.000 millones se arriesgan a perder el empleo. Es la lección del dividendo paradójico. A partir de aquí cabe cualquier eventualidad. Ganar o perder no es un asunto suyo, pero tomar el Palacio de Invierno sí.

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