TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Confabulario

Manuel Gregorio González

Tiempo y mar

VUELVO a ver el mar después de varios meses. Hay algo solemne, paradójico, inhumano, en esa continua obra del mar, rehaciéndose con cada ola. Durante milenios, el hombre ha vivido en ese prejuicio del Eterno Retorno, del nacimiento del mundo con cada primavera. El santoral católico, o el propio nacimiento Jesús, que ocurre cada invierno en los belenes de Europa, no hace sino insistir en esta creencia arcaica, que aguarda la restitución del cosmos a su primitiva pureza. Todavía en Brueghel el Viejo, en Chaucer, en la alegre voracidad de Gargantúa, alcanzamos a ver el infinito ciclo del Carnaval, donde el hombre y el vino se consumen, en vertiginosa danza, para que vino y hombres se renueven.

Y sin embargo, el hombre es un animal arrojado al tiempo. No es necesario recordar a Heráclito, a su viejo símil fluvial, para saber que a cada momento somos otros. El hombre es un animal histórico que sueña el tiempo sin tiempo de los mitos. Cuando, a primeros del XVI, las campanas de Nuremberg comenzaron a dar los cuartos de hora, el tiempo hercúleo del mito, el círculo sagrado de las estaciones, era ya una magnitud lineal (la flecha que ignora su destino), nimbada por una tediosa precisión cronométrica. No hay, pues, ese tiempo mayor, de estatura celeste, que Levy-Strauss buscó en sus Tristes trópicos. No hay esa posibilidad de restañar lo hecho, que el mar nos promete con su reiterado agonizar sobre la orilla. No hay, porque quizá no lo ha habido nunca, la dulce fantasía de recobrar el ayer, de perpetuar el mañana, a que nos lleva, entre el dolor y el oprobio, la nostalgia. Si Villon se preguntó por las nieves de antaño, por Berta la del Gran Pie, por las hermosas damas de otra edad, de manos transparentes, es porque su siglo había girado ya hacia este modo agónico, irremisible, de habitar el mundo.

Digo todo esto, al hilo ardiente del verano, porque nuestros candidatos parecen instalados, no en el tiempo fluyente, no en el gotear amargo de Quevedo ("soy un fue, y un será, y un es cansado"), sino en aquel otro de Eliade que retorna, invariable y puro, con la rueda de los astros. Unas terceras elecciones no serán una repetición de las primeras. Y tampoco una oportunidad para enmendar los errores. No serán como el mar, idéntico a sí mismo. Serán, si alguna vez ocurren, como los deseos del hombre: tiempo que ha huido de nuestras manos. Fantasma de un fantasma donde el misterio aguarda.

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