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La tribuna

Ana M. Carmona Contreras

Tirar la piedra y esconder la mano

ESPAÑA es un Estado policial en el que diversos miembros del principal partido de la oposición están siendo objeto de escuchas telefónicas ilegales ordenadas por el Gobierno, el cual utiliza para su propio beneficio tanto a los fiscales como a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Descuidando clamorosamente la persecución de peligrosos terroristas, el Ejecutivo concentra sus fuerzas en el espionaje de sus adversarios políticos…". Leyendo estas líneas, ¿piensa usted que está ante un sabroso anticipo del último best seller del verano? ¿Supone que, tras el éxito arrasador de la trilogía Millenium, al malogrado Stieg Larsson le ha salido un competidor patrio en el arte de imaginar conspiraciones públicas ante indefensos ciudadanos que asisten inermes ante semejantes abusos? Pues no, usted se equivoca. Nada más lejos de la realidad. No estamos hablando de una truculenta ficción literaria contenida en una novela negra. No, se trata de un caso verídico… Como usted bien sabe nos hemos limitado a reproducir las declaraciones que días atrás ha llevado a cabo la señora De Cospedal, secretaria general del Partido Popular.

Por si no se hubieran alcanzado ya cotas suficientes de confrontación política y tensión institucional con el caso Gürtel, los trajes del señor Camps, los sobornos en Mallorca y otras tantas lindezas atribuidas a nuestros representantes políticos, ahora dicha señora, con el respaldo explícito de otros compañeros de partido, se descuelga con este rosario de barbaridades… El hecho es que si las acusaciones formuladas fueran ciertas, el Estado de Derecho en España estaría en un nivel similar o incluso inferior al de Honduras. Porque ninguna democracia que se precie de serlo puede tolerar semejantes desmanes, mucho menos si los mismos son auspiciados desde los poderes públicos. Que se lo pregunten si no al señor Richard Nixon, que se vio materialmente obligado a dimitir como presidente de los EEUU como consecuencia del escándalo Watergate, tras descubrirse en el curso de una investigación periodística que había ordenado espiar a miembros del Partido Demócrata, entonces en la oposición.

Las reglas del juego a este respecto en una democracia son claras e imperativas: ciudadanos y poderes públicos quedan sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (artículo 9 CE). Por lo tanto, cuando se violan tales reglas, el imperio de la ley debe caer inexorablemente sobre los infractores. Y nadie puede escapar a la aplicación de dicho principio, centro neurálgico de nuestro sistema de convivencia, correspondiendo al Estado velar por que así sea en la práctica. De este modo, si combatir la delincuencia se presenta como una tarea prioritaria para los poderes públicos, cuando la delincuencia anida entre éstos la situación resulta extraordinariamente delicada. Porque es evidente que, en tales casos, el Estado se juega no sólo su credibilidad ante la sociedad sino también su propia supervivencia. No se trata sólo de la pésima imagen del mismo que percibe la sociedad cuando desde el principal partido de la oposición se afirma que el Gobierno vulnera la ley, utiliza el aparato policial y judicial en su propio beneficio para vulnerar derechos fundamentales de algunos de sus miembros. Además, tal situación plantea una peliaguda cuestión interna que afecta a los cimientos del aparato público, a su propia razón de ser.

Estando así las cosas, nos corresponde a los ciudadanos exigir a nuestros líderes políticos un mínimo sentido de la responsabilidad y un máximo respeto hacia las instituciones, que somos todos y no pertenecen a nadie en particular. Así que, si en el Partido Popular tienen pruebas que avalen las gravísimas imputaciones formuladas es lógico que apoyen a las víctimas de tales abusos, alentando la presentación ante un juzgado de las correspondientes denuncias. Tocaría, por lo tanto, al poder judicial dilucidar tan ardua cuestión, depurando las responsabilidades penales pertinentes. El interés de los afectados, pero sobre todo, la salud de nuestro sistema democrático así lo imponen. Solventado el flanco judicial, sin embargo, quedaría pendiente el tema de las responsabilidades políticas: porque, si hay espionaje, los responsables políticos han de asumir sus fechorías ante los ciudadanos de la única forma en que es posible en este nivel: dimitiendo. Y si al final resulta que las presuntas escuchas ilegales carecen fundamento o, lo que es más grave, que ni siquiera se llegan a sustanciar denuncias judiciales, quienes han formulado tan pesadas acusaciones deberían, cuando menos, rectificar. Lo que no se puede hacer en ningún caso es tirar la piedra y esconder la mano…

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