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UN padre y un hijo, de 65 y 45 años, han sido detenidos esta semana como autores de diez timos del tocomocho realizados en un año. Desde enero de 2010, padre e hijo efectuaron el engaño ocho veces en Sevilla y otras dos en Córdoba. El botín, casi 30.000 euros. En la nota informativa no consta el número de intentos fallidos hasta lograr esos diez timos, algo que resultaría primordial para evaluar el grado de ingenuidad, y también el puntín desaprensivo, de la sociedad en la que vivimos.

Nadie olvide que la fórmula del viejo timo (trending topic, se diría hoy, en el escalafón de carteristas, descuideros y otras estafas menores de la posguerra), para obtener éxito precisa, de manera inevitable, no sólo a un par de ladronzuelos arriesgados, con mucha labia, dotes de interpretación y excelente coordinación en los detalles. El tocomocho, como sabe todo el mundo (e incluyo en el común a vendedores de motos que no arrancan, militares sin graduación, viudas desavisadas, perroflautas despistados, niños con la ESO por terminar, ministros de Zapatero y demás gente generalmente mal informada), requiere la presencia no sólo de dos ganchos, sino, lo que es más importante, de víctimas incapaces de resistir la pulsión de su propia avaricia, conocidos en la jerga o germanía del gremio como primos, zanahorias o pajaritos.

Soy consciente de que hoy existen muy diversos tipos de tocomocho. Lo mismo nos la pueden dar al firmar un crédito hipotecario, que al solicitar una línea wi-fi o al contratar un vuelo low-cost a Pernambuco (estado del noreste brasileño, por si alguien no lo sabe, cuya capital es Recife). Existe, incluso, el llamado "tocomocho electoral", birlibirloque mediante el cual un tipo que sacó menos votos que Jomeini en un cónclave de la Santa Sede, se hace con la Alcaldía de su pueblo gracias a un pacto de gobierno marrullero y con más trampas que un teatro chino.

Otra cosa diferente es el tocomocho de toda la vida, aquel cuya versión llamada "timo de la estampita" bordaron Toni Leblanc y Antonio Ozores en una escena memorable, grotesca, divertida y digna de un Oscar en la película Los tramposos. No alcanzo a comprender en toda su dimensión qué clase de actores, pero, sobre todo, qué clase de 'pajaritos' incurren todavía en el error de tragarse la pantomima, casi infantil, del individuo (normalmente se hace pasar por discapacitado) dispuesto a casi regalar un boleto premiado de lotería.

Como digo, en tales casos no es sólo la inocencia lo que expone en detrimento propio la víctima propiciatoria, sino también una culpabilidad desaprensiva, vulgo mala leche, pues su juego se basa, igualmente, en el intento de engañar al bobo (así se llama en la jerga de los timadores). El timador, timado. Y en el pecado, su penitencia. Ni siquiera eso aprendemos.

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