SE ha enredado definitivamente el PP a cuenta de los trajes de Francisco Camps. Con lo fácil que le habría sido al presidente valenciano reconocer desde el principio que cometió un error al dejarse regalar unos trajes por una gente que no era de fiar y pedir disculpas por ello, desactivando así toda la artillería política que ha caído sobre su persona y su partido...

Todas sus estrategias de defensa se han revelado torpes, una detrás de otra. Primero dijo que todo era falso y que obedecía a una persecución política del PSOE, en contraste con la lenidad con que el poder ha tratado otros casos de altos cargos socialistas que sí han sido agasajados por particulares o han usado medios públicos para fines privados (el ex ministro Fernández Bermejo o el ex director del CNI, Alberto Saiz).

Después aseguró que su caso se disolvería en cualquiera de los trámites procesales. Ha ocurrido que el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana aceptó hacerse cargo de las diligencias iniciadas por Garzón y que el juez instructor -un magistrado conservador que fue consejero de Justicia a sus órdenes- ha visto indicios racionales de delito en su actuación. Se basa en algunos testimonios, conversaciones y documentación intervenida a miembros de la trama de corrupción, frente a los que Camps sólo ha podido presentar sus continuas protestas de inocencia, pero nada más.

Finalmente, cuando cada escaloncito de la Justicia ensombrece el horizonte de Camps y las cosas pintan cada vez más feas, el PP acude a la táctica más socorrida: que no es para tanto, que recibir regalos del ramo textil sin favorecer desde su cargo a quien se los hizo (como expresamente señala el auto del juez) no tiene importancia y que, además, todos los responsables políticos los aceptan. Ahí es donde entra la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, comparando los trajes de su jefe y las anchoas que el presidente de Cantabria suministra a Zapatero cada vez que éste lo recibe en la Moncloa. ¿Acaso las anchoas del Cantábrico tienen menos potencial para cohechar que la ropa de Milano?

Con lo cual la defensa de Camps ha entrado en contradicción consigo misma. Podría seguir aferrado a su afirmación inicial de que él abonó los trajes en metálico, con el dinero de su esposa boticaria, o puede agarrarse al argumento consolador de que recibir un traje de un amigo, sin contrapartida, no es algo grave ni delictivo, sino una costumbre entre los políticos de todo signo. Lo que no puede es decir las dos cosas al mismo tiempo, que no lo hizo y que lo hizo pero carece de importancia.

Se abre paso la tesis de que a Camps le pagaron los dichosos trajes y que no hay en ello ni delito ni falta moral. El problema es que se ha llevado meses diciendo que los pagó. ¿Ha mentido, pues? Todavía peor.

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