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La tribuna

Gerardo Ruiz-Rico

Treinta años de cultura democrática

EXISTE una inevitable tendencia en los aniversarios y demás onomásticas institucionales a exagerar lo positivo del objeto homenajeado, ocultando o enmascarando a veces aquello que ha quedado en el tintero de las buenas intenciones. Con la Constitución, aprobada ahora hace treinta años, sucede algo parecido; se sacan las banderas y al son del himno nacional se leen en ceremonias oficiales algunos artículos de nuestra Carta Magna.

Pero más allá de los discursos y la parafernalia políticamente correcta que los rodea, hay una lectura alternativa de este aniversario en la que conviene detenerse. La edad de la Constitución española puede resultar joven si se compara con otras leyes fundamentales, en especial con el paradigma que ofrece en ese sentido la vieja, pero al mismo tiempo todavía válida, Constitución de los Estados Unidos, aprobada a finales del siglo dieciocho. Sin embargo, en sí misma me parece -la nuestra- que ha alcanzado una edad suficientemente madura como para hacer un balance real y en lo posible objetivo de su utilidad y legitimidad social.

Se lleva hablando y debatiendo desde hace unos años sobre la necesidad de reformar algunos aspectos de aquella norma que el constituyente aprobó en una época difícil, durante la transición política de una dictadura sin paliativos a una democracia de plenas libertades. En efecto, si fuese posible renovar el llamado espíritu de consenso de este periodo, dejando a un lado las actitudes partidistas que vienen dictadas muchas veces por el oportunismo coyuntural o el bloqueo sistemático de cualquier operación de cambio, la puesta al día de la Constitución debería figurar como una tarea razonable y lógica en la programación política a corto o medio plazo.

El caso es que, ante lo improbable cada vez más de esta expectativa, quizás sea oportuno enfocar el tema desde otra perspectiva. Me refiero a la posibilidad de emplear todos los recursos que nuestra Constitución proporciona a una interpretación adaptada y eficaz para la sociedad en que tiene que aplicarse. Es además ésta una estrategia posiblemente más ajustada incluso al principio, consagrado en aquélla, del pluralismo político.

Después de treinta años podemos afirmar, sin lugar a dudas, que la Constitución no es "una simple hoja de papel". Ha calado en lo más hondo de nuestra cultura política. Es, en sí misma, un valor cultural imprescindible y permanente entre los españoles. Las conductas sociales y políticas de los ciudadanos de este país se guían en la actualidad mayoritariamente por los valores constitucionales. Estoy convencido de que el mensaje que intentaron transmitir nuestros constituyentes no se va a diluir con el paso del tiempo y la secuencia de las generaciones. Los que se podrían denominar ciertamente como "hijos" y "nietos" de la Constitución de 1978 (Rubio Llorente) hemos conseguido interiorizar de forma natural los derechos fundamentales como una parte esencial de nuestra identidad cívica. Quizás en menor medida los compromisos y deberes constitucionales que también nos incumben. En todo caso, no puede negarse que el efecto pedagógico y cultural de aquélla impregna la realidad social y política que es hoy España. Sin duda, la Constitución se ha convertido en una especie de manual del buen ciudadano, con el cual la convivencia pacífica está garantizada.

En otros países de escasa cultura democrática las constituciones sobreviven apenas, deformadas y manipuladas al antojo de los poderes de turno. La capacidad para transformar esas sociedades es nula, o se ve limitada hasta una inoperancia incomprensible desde nuestra experiencia histórica. La lección que puede ofrecer la Constitución española es tan simple como contundente. La democracia necesita un instrumento que fije las reglas de juego que la favorecen. Sólo cuando la Constitución se convierte en cultura, y se comparte de forma mayoritaria por la sociedad, existen posibilidades para controlar al poder político en todos sus órdenes; desde el macropoder de las instituciones estatales hasta esa versión micro del poder político que está presente, a veces de forma solapada y oculta, en la vida cotidiana de cada uno.

Sin sublimar ni proponer visiones idealistas del texto constitucional que fue aprobado hace ahora treinta años, consciente totalmente de sus defectos técnicos e inclusive contradicciones, este aniversario cobra sentido como forma de realzar la legitimidad de que goza, en situaciones de crisis de o de bonanza, sobre las duras trincheras que se forman con frecuencia en el debate político, siempre como sinónimo de libertad y de respeto hacia el otro.

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