La ciudad y los días

Carlos Colón

Tren parado

ENTRAMOS en un tiempo de tren parado. Llamo así a los momentos -tan breves mientras se viven, tan duraderos en la memoria- en que las cosas se independizan de su uso, se liberan de la invisibilidad con que las cubre la rutina, salen de su mutismo y se despliegan para mostrarse, tal cual son, en la plenitud de su belleza. Es como si todo cuanto nos rodea dijera: "¡Estoy aquí, contémplame!". Las calles entonces no son sólo lugares por los que ir deprisa camino de otro sitio, sino paisajes por los que pasear despacio, cada uno -por poco agraciado que sea- dotado de una belleza propia que le otorgan, si no los edificios, la vida: las gentes, las tiendas, los bares y las mil historias desconocidas y distintas que nos rozan cada vez que alguien pasa a nuestro lado; o que viven, como entre las guardas de libros que nunca leeremos, tras las ventanas de las casas. Los objetos, hasta los más modestos y cotidianos, se revisten de una belleza única, como si la realidad fuera una sucesión de naturalezas muertas. La vida parece contada por el más emocionante novelista, recreada por un pintor dotado de tanta capacidad de visión como maestría de ejecución o filmada por un cineasta que desbordara pasión por las cosas y las gentes.

Esto sucede cuando nos paramos o, siquiera, vamos más despacio de lo que solemos. Lo descubrí hace muchos años. Tantos, que iba en uno de esos trenes que se averiaban y se quedaban parados en medio del campo. Íbamos hablando, distraídos. El paisaje se disolvía tras las ventanillas. Los postes y los árboles se fundían unos con otros. Al pararse donde no debía, en uno de esos puntos inexistentes condenados a aparecer y desaparecer en un instante, el paisaje se fijó hasta hacerse visible en todos sus detalles, los postes y los árboles se individualizaron, el canto de los pájaros empezó a oírse, el olor a hierba y aire puro entró en los vagones. En una palabra: aquel lugar por el que debíamos pasar en un segundo se desplegó exigiendo ser contemplado.

El calendario nos regala tiempos que multiplican por días estos instantes únicos. Es lo que sucede en estas fiestas de Navidad en las que, se trabaje o no, el tren de la vida se para, o por lo menos va más despacio, para darnos la oportunidad de ver cuanta belleza nos rodea, invisibilizada por la prisa o sofocada por la desatención y la rutina. En turistas de nuestra propia ciudad, por así decir, nos convierte el tren parado de la Navidad. Y hasta en turistas de nuestras propias vidas, que no se puede cometer peor error que creernos aquí -o creer que nos tenemos los unos a los otros- para siempre.

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