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La tribuna

César Hornero Méndez

Tribunales y gabardinas

POCA atención ha merecido, seguramente al coincidir con la pasada campaña electoral, la sentencia del Tribunal Constitucional de 20 de febrero de 2008. Ésta ha supuesto la concesión del amparo de este tribunal a los Albertos, los primos y empresarios Alberto Cortina y Alberto Alcocer, muy populares, ellos y sus inevitables gabardinas, hace más de veinte años. La concesión de este amparo implica la anulación de la Sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 14 de marzo de 2003, en la que habían resultado condenados, por diversos delitos, a más de tres años de prisión (que no han pisado, obviamente). El Tribunal Supremo concluyó que los delitos imputados no habrían prescrito como pretendían los entonces condenados. Casi cinco años después, el Tribunal Constitucional ha entendido vulnerado en dicha sentencia el derecho de éstos a la tutela judicial efectiva (art. 24. 1 CE) en relación con su derecho a la libertad personal (art. 17. 1 CE), contradiciendo para ello lo resuelto por el Tribunal Supremo.

Esta sentencia supone un nuevo desencuentro competencial -dicho finamente- entre ambos tribunales. Un desencuentro rápidamente puesto de manifiesto por el propio Tribunal Supremo al adoptar su Sala II un acuerdo en el que señala, como ya lo había hecho en anteriores ocasiones, que el Órgano Constitucional habría extendido su jurisdicción, habría ido más allá de ésta, basándose de nuevo en una interpretación de la tutela judicial efectiva que vacía de contenido el art. 123 CE. Este precepto, se insiste en la nota en la que se hace público el acuerdo y es algo que debe recordarse, previsto en aras de asegurar el debido equilibrio entre el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, reserva a este último la interpretación de la legalidad ordinaria.

Este desencuentro, diluido en la campaña electoral como decimos, ha sido desatendido, hasta donde nos alcanza, por los candidatos. A estas alturas nada debe sorprendernos, ya que no han hecho más que lo habitual: mirar para otro lado cuando lo que hay en el lado contrario es un verdadero problema. Lo malo es que los que no miran son el Tribunal Supremo, el máximo órgano de uno de los poderes del Estado, y el Tribunal Constitucional, el órgano encargado en exclusiva, entre otras cosas y principalmente, del llamado juicio de constitucionalidad. A pesar de la importancia evidente de la cuestión, nuestros candidatos (uno de ellos futuro presidente del Gobierno) han actuado como si no la tuviese. Nada nuevo.

Y lo peor es que se trata de un problema sostenido en el tiempo. No es la primera vez que ambos órganos chocan. A ello no ha sido ajena la progresiva judicialización del Tribunal Constitucional, que ha terminado por convertirse en una especie de nueva instancia, colocada por encima del Tribunal Supremo. Son muchos los factores que han influido en esta conversión, algunos probablemente inevitables. Entre ellos, por qué no señalarlo, una cultura jurídica -o mejor, la falta de ésta- empeñada en que el Tribunal Constitucional sea el lugar de ese último recurso a toda costa, papel que indudablemente no le está reservado y que además termina, como estamos viendo, por corromperlo. Porque al final nos encontramos, no con una corruptela procesal, sino con una verdadera corrupción del sistema. La situación actual es tal que una sentencia de estas características ya no sorprende: una sentencia en la que el Tribunal Constitucional resuelve materialmente el asunto planteado y no la aplicación en el proceso de determinados preceptos constitucionales (señaladamente el art. 24 CE).

Con independencia de estas consideraciones de arte mayor, la resolución ha generado otras reacciones de muy diverso alcance. Entre ellas sobresale la evocación de un periodo de nuestro pasado reciente, bastante cutre, en el que los protagonistas de este proceso fueron parte destacada. Pero quizá lo peor de esta sentencia es que hace patente que la justicia por desgracia no es igual para todos. Sin ponernos demagógicos ni melodramáticos, evidencia, probablemente como algo ineludible, la existencia de una justicia para ricos y una justicia para pobres. Una manifestación de la "dominación patrimonialista" de la que hablara Max Weber. Ante una sentencia como ésta, obtenida tras largos años de litigio, es claro que se vence por agotamiento: el que sólo puede soportar quien cuenta con unos medios económicos más que suficientes.

Por eso, en el paisaje de fondo de esta sentencia, si miramos bien, vislumbraremos a dos señores vestidos con sendas y flamantes gabardinas: ¿sonriéndose aliviados? No, más bien cachondeándose de todos nosotros.

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