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La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Vacías tardes de fuego

Estas vacías tardes de fuego ahondan la soledad de los solitarios y ofrecen el camino más corto para herirnos

El invierno, más triste y más duro que el verano, es más misericordioso con los solitarios. El verano tiene un aire festivo y alegre que acentúa la soledad de los solitarios. Nunca se sienten más solos que cuando una fiesta convoca a familias y amigos. Ya conocen la mala fama emocional de las Navidades a la que entre nosotros se suma la Semana Santa cuando la afilan las ausencias y la memoria escoge el camino más corto para herirnos (cuatro referencias clásicas: La Semana Santa en el hogar, de Romero Murube; Cuando veáis un balcón cerrado, de Sánchez del Arco; y El rito y la regla y Calle de las Sierpes, de Montesinos: "Vuelve lo perdido, / con las cofradías./ Mi alma no puede/ con su cruz de guía./ Llevo en la garganta/ saetas partidas,/ y en la sangre el triste / tambor de otros días").

Algo de fiesta desmesurada, de larga Navidad, de interminable Semana Santa, tiene el verano, sobre todo en las eternas tardes de sus vacíos fines de semana, hiriendo más a los heridos, ahondando más la soledad de los solitarios, ofreciendo a la memoria atajos para que los recuerdos de días más felices por más acompañados llenen las habitaciones como una marea de nostalgia que literal, no figuradamente, ahoga. Es inevitable que lo que hace felices a quienes pueden serlo entristezca a quienes viven entre ausencias.

El día a día con su bendita rutina, que es una forma laica de eternidad, ayuda a sobrellevar estas situaciones. Pero cuando llegan los días vacíos de nuestro larguísimo verano y cierran el mercado al que se va cada mañana utilizando el carrito de la compra como andador, el bar en el que cada mañana se desayuna con las vecinas, las tiendas en las que se hace alguna comprilla por tener un rato de charla-y esto con ligeras variaciones vale para mujeres y para hombres-, ¿qué hacer? Dentro, la soledad. Tras las ventanas, la devastación y la indiferencia. Nunca como en estas tardes interminables se evidencia la desacogedora inhumanidad de los barrios de altos bloques. En las calles de proporción humana del casco histórico o en los barrios crecidos horizontalmente este vacío es más soportable porque a la horizontalidad arquitectónica -opuesta a la verticalidad de los altos bloques- se corresponde una horizontalidad social de convivencia y reconocimiento. Pero en estos indiferentes desiertos de bloques azotados por el sol, ¿a qué aferrarse en estas tardes vacías?

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