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Viajar y alucinar en colores

Hay lugares en el mundo que se encuentran vacíos por culpa de las guerras, los terremotos y toda laya de calamidades. De la mayoría de ellos sólo quedan restos, carcasas de grises. El gris recuerda mayormente el doloroso pasado. Pero como es verano y lo estival llama a lo alegre. En Júzcar, en la serranía rondeña, se halla este singular pueblo pitufo, pintado todo él de azul.

Dice el escritor Carlos Llop que en buena parte somos las casas que hemos habitado. Tiene razón el autor de En la ciudad sumergida, su biografía personal escrita a partir del callejero sentimental de Palma de Mallorca, su ciudad natal. Cierto es: las casas en las que un día vivimos nos habitan. De modo que nunca salimos del bucle. Igual ocurre con los barrios de las ciudades en los que crecimos, no importa si nuevos o periféricos o si añejos como parte de la urdimbre de intramuros. Y lo mismo pasa con los pueblos que abrigaron parte de nuestra crianza. Agitan la nostalgia, nos envejecen de forma indolora. O quizá, quién sabe, apenas si nos dejan resabio alguno.

Uno, al viajar este verano por ahí al buen tuntún, se pregunta también si somos el paisaje que admiramos, si los pueblos vacíos que tenemos ahí delante nos habitarán después de habernos marchado. En Italia, cerca de Génova, los seísmos vaciaron el mortecino pueblo de Balestrino. Al sur, en la región de la Basilicata, se halla Craco. El lugar se está desmoronando como un polvorón de piedras exánimes. A los visitantes de Craco se les recomienda tener cuidado: el derrumbe total puede producirse en cualquier momento. Si San Francisco o Estambul esperan su gran terremoto, Craco también reclama su digno acabose.

El viajero atraído por los pueblos huecos sabe que casi siempre fue la guerra la causa de su abandono. Al atardecer, sobre todo ahora en verano bajo el retardo de la luz, impresiona observar el color almagra que tiñe Belchite viejo. El pueblo fue abandonado en 1937 en plena Guerra Civil española. Y ahí quedó su carcasa, a la intemperie del tiempo y de la historia machacada por los hombres. Un meditabundo paseante, el escritor Leonardo Sciascia, visitó una vez Belchite evocando a los italianos morti di fame, tan necesitados de sustento, que Mussolini envió a luchar en España.

En Francia, cercana a Limoges, el viajero se topa con Oradur-sur-Glane, ciudad que fue martirizada el 10 de junio de 1944 por los nazis. Hoy se puede visitar el cementerial lugar, que se halla reconvertido en sobrecogedora maqueta del recuerdo. Los alemanes incendiaron graneros e iglesias y masacraron a hombres, mujeres y niños.

Por Turquía, el pueblo expósito de Kayaköy aparece sobre una escarpa, muy cerca de las aguas turquesas del Mediterráneo, en la antigua costa licia. Los cascarones grises de Kayaköy recuerdan al visitante la memoria perdida de este lugar, antaño colonia de griegos en Asia Menor. Tras la muy desconocida guerra greco-turca (1919-1921), Turquía y Grecia acordaron el intercambio de poblaciones entre países. El año de la catástrofe, como lo llamaron los griegos turcos, despobló Kayaköy y otros muchos pueblos y ciudades de Turquía. Por su parte, los turcos llegados de Grecia no se hallaron a gusto en Kayaköy y decidieron mudarse a otros sitios libres de la mácula de los infieles. Y ahí quedó el pueblo, olvidado, pintoresco, todo él solitario y en cuesta, con sus desvalidos paredones o su ya deslustrada iglesia bizantina.

Más allá del histórico avatar, el color de estos lugares abandonados suele ser un reclamo que uno aprecia en silencio. Pelladas de grises recubren normalmente las casas destruidas o abandonadas. Frente a ellas volvemos a recordar lo ya antedicho. ¿Somos las casas que hemos habitado? ¿Y qué color nos pone en la pista cierta de la memoria?

Si uno no quiere verse ni oscuro ni gris, será mejor que opte por hacer otra ruta más alegre por otros pueblos de colorines como los que hay en España. Viajar y alucinar en colores, como quien dice. Segovia alberga sus pueblos rojos (Madriguera, Villacorta) debido a sus casas de tierra roja y arcilla. Otros como Alquité son de tono amarilloso por la cuarcita de la que están hechos sus muros. La arquitectura negra de pizarra se halla por la Sierra de Ayllón o por ciertos lugarejos de Guadalajara (Tamajón, Campillo de Ranas).

En Albarracín, declarado el pueblo más bonito de España, nos atrae el peculiar rosa rodeno de su caserío alzado sobre tortuosas callejas. Por su parte, en Las Palmas de Gran Canaria, sobre el risco de San Juan, se halla el barrio multicolor del mismo nombre, que está pintado con los restos de pinturas que se usan para los barcos.

Más cercanos a nosotros se encuentran los ya populares pueblos blancos de Cádiz. Vistos desde lejos, muchos de ellos conforman como un tente de cales blancas, que bajo el sol devuelven hasta la gracia de la vista a los habitantes de la larga noche.

Pero si hay ahora un lugarcito de moda para alucinar en colores, éste es sin duda el pueblo azul pitufo de Júzcar, enclavado en la serranía de Ronda. Hace unos años la multinacional Sony eligió Júzcar para rodar su saga sobre Los pitufos. Y de ahí el tinte de la fama. El azul es una nada encantadora, decía Goethe. Pero aquí la nada encantadora del azul está atrayendo al turismo pitufero (casi 70.000 visitas al año). A la entrada de Júzcar un Pitufo Estudiante nos saluda. Pitufina nos recibe también en la plazuela principal, mientras Papá Pitufo aparece cordial por la avenida Havaral. Dicen que se tiene previsto instalar una tirolina para el disfrute en altura de las vistas en azul. Otro verano azul nos espera aquí con permiso de Chanquete.

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