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La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Zapatero y la pedagogía social

HA declarado el presidente Zapatero que con la composición del nuevo Gobierno ha querido hacer "pedagogía social". Más allá del pleonasmo contenido en la expresión, es preciso decir que hay muchas formas de hacer pedagogía y formas de pedagogía muy diferentes, y que no todas ellas resultan beneficiosas por el mero hecho de serlo. Por ejemplo, se han denunciado en múltiples ocasiones los efectos letales que pueden tener los llamados programas del corazón. Esos programas son, no sé si de forma del todo involuntaria, realidades pedagógicas, pero dudo mucho que nadie en su sano juicio defienda sus contenidos para una razonable convivencia democrática.

Los rasgos que Zapatero destaca de su nuevo gabinete son, fundamentalmente, dos; a saber: que por primera vez hay en España un Gobierno con más mujeres que hombres, y que ese Gobierno incluye, asi- mismo, a la ministra más joven de nuestra historia. Así pues, predominancia de la mujer y presencia de la juventud. Ambas cosas pueden parecer en principio muy progresistas, pero como intentaremos demostrar sólo lo son dentro de un sistema ideológico que propone como tal cualquier cosa que él formule y como reaccionaria cualquier crítica que se le oponga.

Fue el pensamiento ilustrado el que estableció, a partir del elemento común de la razón humana, el principio de igualdad de todos los individuos, independientemente de su condición social, raza, sexo, etc. Ello significaba una rebelión, que se plasmó políticamente en las revoluciones francesa y americana, contra los privilegios de casta, de género, etc, los cuales se habían convertido en impedimentos insalvables para que las capacidades de aquéllos que estaban naturalmente mejor dotados pudieran contribuir al desarrollo de una sociedad más próspera, más libre y más justa. La igualdad era el principio que salvaguardaba que nadie pudiera aprovecharse de ninguna circunstancia que no fuera fruto de su esfuerzo, su talento y su trabajo. Desde ese paradigma, era progresista lo que contribuía a este ideal, y reaccionario lo que se le oponía.

Lo que se ha producido en los últimos años, principalmente por parte de la izquierda y de los nacionalismos, es una verdadera perversión de este sistema de valores, de tal forma (y tal es la pedagogía a la que se refiere Zapatero) que lo que se le está inculcando a la población es que lo resulta verdaderamente determinante no es el esfuerzo personal, la capacitación profesional o la aptitud para el cargo, sino simplemente la pertenencia a un grupo o categoría genérica. Las consecuencias de esta perversión igualitarista del principio de igualdad comienzan a notarse de forma particularmente acusada en los ámbitos de la enseñanza y de las administraciones públicas. En la primera, hay padres que se quejan ya de que sus hijos son conminados a no mostrar de forma demasiado desinhibida sus capacidades personales para no acomplejar a sus compañeros menos dotados. En la segunda, es cada vez menos difícil encontrar cargos directivos cuyos principales méritos son ser mujer, ser de Cádiz o pertenecer a alguna minoría que se sienta víctima de algún agravio histórico más o menos irreparable.

No obstante, lo peor de esta pedagogía, que alguien podría denominar ingeniería social, no estriba en ahogar la excelencia individual en un mar de ficciones platónicas, sino en permitir que bajo la sombra de éstas medren y se refugien individuos contrastadamente ineptos o incompetentes. Como prueba de ello baste el ejemplo de la ministra de Fomento (qué talante tan democrático revela el hecho de confirmar en su cargo a una ministra reprobada por el Senado de la nación), cuya escandalosa permanencia en el Gobierno ha quedado eclipsada por el hecho de ser andaluza y malagueña. Lo accidental sustituye a lo sustancial.

Tal vez, el día que se aplique esa otra pedagogía que sostiene que la única condición indispensable para ocupar un cargo es la valía personal y que ésta nada tiene que ver con consideraciones de sexo, raza o edad veremos a muchas mujeres excelsas ocupando el puesto de hombres incompetentes, a técnicos andaluces dirigiendo empresas catalanas o a jóvenes bien formados desplazando a arcaicos dinosaurios. La misión de la Administración debería ser velar precisamente para que dicho ideal se aplique de la forma más correcta posible, evitando toda posibilidad de discriminación, pues ésta se ejerce siempre sobre un individuo, no sobre un género, y es, por ello, intrínsecamente negativa, para ese individuo y para la sociedad que la permite. Ese día serán innecesarios organismos como ese Ministerio de Igualdad de resonancias inquietantemente orwellianas.

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