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Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

¿Y ahora qué?

Mercasevilla es un ejemplo claro de cómo funciona la justicia de los jueces estrella y de los intereses políticos

Un día después de que la Fiscalía diera el carpetazo definitivo al caso Mercasevilla, el ex concejal Antonio Rodrigo Torrijos afirmaba que se estaba planteando proceder contra la juez Mercedes Alaya, instructora de la investigación de la que, como el resto de la decena de acusados, salió absuelto. Lo más probable es que finalmente no lo haga: supongo que cualquier abogado le diría que por ese camino no llegaría muy lejos. Así debe ser a no ser que a la juez se le presuponga un ánimo deliberado de acusar a inocentes con fines espurios, algo tan desestabilizador como difícil de probar. Pero el concejal sí tiene perfecto derecho a preguntarse en alto eso de ¿y ahora qué? ¿Qué pasa tras ocho años -que es lo que ha durado el largo proceso judicial- en los que su nombre ha estado pregonado como delincuente, se ha acabado con su carrera política y se le ha declarado un proscrito social? ¿Quién le devuelve siquiera una pequeña parte de lo que se le ha quitado?

Mercasevilla es un caso prototípico de cómo ha funcionado cierta justicia en España, la de los jueces estrella y la de los intereses políticos. Durante mucho más tiempo del que hubiera sido permisible se llevó a cabo una instrucción excesiva e ideologizada por parte de una juez que era jaleada mediáticamente para conseguir unos fines políticos. Se utilizó a Torrijos y su vinculación a la venta de los terrenos del mercado central como ariete para desalojar a la izquierda del Ayuntamiento de Sevilla, fin que, por cierto, se consiguió. Las decisiones judiciales se acompasaron, de forma muchas veces sorprendente, con los calendarios electorales, mientras la instrucción se utilizaba para, desde instancias políticas y mediáticas, pisotear el prestigio del concejal, al que se le aplicó la pena de telediario con el agravante de langostino.

Torrijos no fue ni mucho menos la única víctima de estos excesos. Una empresa como Sando, que compite en un sector tan complicado como el de la licitación pública y que vive se su prestigio, vio cómo su fundador y su primer ejecutivo hacían el paseíllo por los juzgados y luego se sentaban en el banquillo. ¿Quién resarce a Sando de los contratos perdidos durante todo este tiempo y del daño dificilísimo de reparar a la razón social?

La sentencia absolutoria ya definitiva -la Fiscalía no ha encontrado ningún motivo para recurrirla- pone la cosas en su sitio. Y también hace algo más importante: sirve para dibujar el clima inquisitorial, de sospecha permanente sobre la política y de linchamiento social, que se ha instalado en la vida española y que ha paralizado, por puro miedo, una gran parte de la actividad administrativa. ¿Sirve para algo preguntarse y ahora qué?

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