TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

El análisis necesario

Las importantes y, sin duda, duraderas consecuencias de la evolución de los acontecimientos políticos en España invita al historiador, con su análisis, a dar testimonio y explicación de ellas a sus conciudadanos. El hundimiento, generalmente rápido, de estructuras consideradas muy sólidas, cuyo alcance trasciende lo meramente político, hace, si cabe, más necesaria la tarea, aun a riesgo de que la falta de perspectiva histórica pueda reducir al cabo la objetividad del mismo.

En primer lugar, y como hecho mayor, aparece la transformación gradual, pero radical, que se está produciendo de la vieja nación española en varias naciones (su número no está cerrado) asimétricas, cuya articulación entre sí parece pender, políticamente hablando, de los avatares, no controlados, que se sucedan en los próximos años.

Las implicaciones de esta situación son diversas. Quizás, la más evidente, a poco que se mire más allá de la Comunidad propia, sea el debilitamiento progresivo del sentimiento de pertenencia a la nación española, evidentemente más agudo en algunas zonas periféricas que en las del interior y sur peninsular. De forma paralela, la sustitución de este sentimiento por los de indiferencia o pertenencia a la "mini-nación", gracias en parte a la inmersión lingüística y a una lectura de su historia en clave nacionalista.

En segundo lugar, no deja de ser llamativa la débil reacción que este proceso de tanta envergadura ha suscitado en la sociedad española en general, a pesar del recorte de ciertas libertades que implica en algunas comunidades e, incluso, del uso en ellas de la violencia psicológica o física, con que se le ha acompañado.

Más aún, el reconocimiento tácito de este proceso por parte de los partidos nacionales llamados por su naturaleza a ponerle freno: primero, la izquierda y, más recientemente, con matices, el propio centro-derecha. Ambos aparecen así obligados a uncirse al carro, aceptando las premisas nacionalistas, y buscando participar de sus beneficios a través del gobierno autonómico. De ahí el comportamiento casi confederal de dichos partidos y la eliminación política de algunos de sus miembros más carismáticos y coherentes (Redondo Terreros, Rosa Díez, María San Gil, etc.), opuestos a dicha adaptación. Asistimos de esta forma a una praxis política pragmática y posibilista, donde los principios ceden a la estrategia.

Esta operación, tan compleja y aparentemente difícil, por mucho que existieran de entrada sentimientos autonomistas arraigados, ha sido posible gracias a varias operaciones simultáneas en tiempos distintos.

Una de naturaleza política, en parte ya descrita, y otra cultural, sin duda relacionadas entre sí. Desde los comienzos de la Transición, los partidos no han sido capaces de separar del todo el carácter coyuntural del régimen instaurado por Franco del sentimiento esencial de pertenencia a la nación española, uno y otro a la sazón erróneamente identificados entre sí.

El protagonismo otorgado a los partidos nacionalistas en la vida nacional, a través de una Constitución y de una ley electoral les ha sido enormemente rentables, sin apenas compensaciones a favor de la cohesión nacional. La necesidad de pactos permanentes con ellos, resuelta en última instancia en la entrega que se les ha hecho de la mayor parte de la cultura y la educación, ha menguado los sentimientos compartidos.

La creación de un humus cultural desmovilizador de la ciudadanía, fomentado desde diversas instancias, que apuesta por el interés propio sobre el colectivo, el pragmatismo sobre los grandes ideales, los sentimientos de desvinculación y transgresión sobre los del respeto a la tradición y la historia, la exaltación del goce personal sobre el compromiso. El vacío en relación a lo público queda sólo aparentemente contrarrestado con ideas de grupos minoritarios. Todo ello ha facilitado que se ratificara hace poco en las urnas una política de corte radical y llena de carencias, que, en otros países democráticos, no habría obtenido el apoyo de ninguna mayoría social.

Por último, la penetración de los intereses ideologico-políticos en instancias de gobierno, comunicación y administración, que, por su naturaleza, debieran gozar de la máxima autonomía en un sistema democrático. Nos referimos fundamentalmente a la Justicia, pero también a otras, como la enseñanza o los medios de comunicación, llamados a jugar en él un importante papel de formación o de arbitraje. A esto se debe, entre otros, el que medidas que minan de forma clara la Constitución y su espíritu se presenten como meras reformas que no afectan a la sustancia del Estado y de la sociedad.

Confiemos que este breve análisis pueda contribuir modestamente a la comprensión de lo que nos está ocurriendo, y, en el futuro, a entender mejor sus consecuencias.

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