Cuando vi toros por primera vez fuera de Sevilla, la sorpresa fue tremenda. Aquello no tenía nada que ver con lo que llevaba viendo desde mi más tierna infancia de la mano de mi padre en una grada del 11, pegadito a la música. La plaza era la de Alicante y se parecía a la nuestra como un huevo a una máquina de escribir. Anuncios por todas partes, una megafonía insufrible que igual publicitaba el anís del Coral que el Colacao y, el colmo, un tío mostrando un enorme caramelo Pictolín en la mismísima boca de riego. Todo ello contribuyó a no darme opción a un análisis mínimamente objetivo del festejo, ya que eran demasiados los árboles que me impedían la visión del bosque. Y eso lo recordaba el domingo, cuando confirmé que no hay mejor antídoto para el tedio que pasear la vista por esa joya que es la plaza de Sevilla... y con la Giralda asomando por el 12.
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