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NO cuenta Platón en el Timeo las sensaciones de los habitantes de la Atlántida en "aquel día y aquella noche terribles", cuando su continente, o lo que fuera, desapareció para siempre engullido bajo las aguas. Su interés era otro. En el último medio siglo, el peor cine de Hollywood ha reducido el apocalipsis en el pobre imaginario de nuestro tiempo a un mero pasatiempo palomitero, pero, históricamente, el mundo se ha terminado muchas veces. ¿Qué debieron pensar los antiguos habitantes de las provincias romanas cuando, consumido ya el Imperio, acudieron godos y bárbaros a hacerse con el poder y cambiar ritos y costumbres? ¿Qué significó la Reconquista para musulmanes y judíos primero y para moriscos después, más que el final de cuanto habían conocido? La extinción de las culturas es, antes de cualquier otra cosa, una encrucijada íntima y personal: la que decide reinventar el mundo desde la singularidad de cada cual, con ojos nuevos, más allá de las distancias y de lo perdido; o la que opta por dejarse consumir con el territorio y sus símbolos, incapaz de ser otra respecto a la que ha sido siempre, tal vez por miedo, tal vez por desidia.

El tramo contado hasta hoy del siglo XXI nos ha conducido a una nueva Atlántida. Los de mi generación crecimos confiados en la perpetuidad del bienestar de nuestros primeros años: nuestros padres se habían sobrepuesto a una guerra, empezando a menudo desde cero, y buena parte de la Europa en la que tan acomodada parecía España alardeaba de su solvencia sin fecha de caducidad, por más que, no hace mucho tiempo, sus crímenes se contaran por millones. Han bastado apenas cinco años, sin embargo, para que la historia se revele bien distinta: no vivíamos el comienzo de algo, ni siquiera su renacimiento, sino su final. Esto se acaba. El sistema de convivencia que tanto sacrificio costó instaurar no garantiza ya el sostenimiento de todos y eso se traduce en su inminente sustitución. La representación ciudadana que una vez significó la política ha perdido ya, de largo, cualquier asomo de poder de decisión; y el capitalismo financiero, donde realmente reside el gobierno, se apaga envenenado por su propia ponzoña. Viejos privilegios como la jubilación y la prestación social ya no existen. El mundo que conocíamos se marchita. Hemos venido a ser los nuevos atlantes.

¿Qué mundo será el siguiente? Se requiere imaginación y sensibilidad para que sea lo más justo y próspero posible. Y para que podamos llegar a sus dominios sin excesivos traumas. Pero la batalla tendrá que librarla cada uno. Con la convicción que pueda.

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