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EN pleno auge de la información en tiempo real, el goteo de noticias alrededor del accidente del Airbus es incesante. Aunque la televisión tiene un serio problema. No hay imágenes. Se trata de una noticia de impacto sin imágenes que la alimente. Se conoce el suceso. Se conoce el alcance del suceso. Y hasta el listado de desaparecidos. Pero los enviados especiales no pueden viajar hasta las inmediaciones. No hay un lugar de los hechos. No existe el epicentro de la noticia. No hay humo, ni fuego, ni restos con los que alimentar las secuencias. Por lo que es preciso recurrir a los planos de los familiares derrumbados. A miles de kilómetros de lo sucedido. El avión desaparecido dio argumentos a las televisiones para mantener en estado de alerta a sus espectadores. Las noticias por goteo, desde el eufemismo desaparecido hasta que se desvelaron los pormenores alrededor del suceso, alimentaron la expectación, desplazando hasta un segundo plano otras cuestiones habituales a encabezar los sumarios.

Y como en medio de cualquier tragedia, las preguntas introspectivas. Las personales e intransferibles. Esas que provocan que cada cual, en el momento de conocer la noticia, la haga suya. Repare en su último viaje a Brasil, en su último vuelo transoceánico. En su último vuelo. El azar. Las remotas probabilidades de que ocurra algo parecido. El miedo a volar. O la mirada positiva, la de quien mira la botella medio llena, al constatar los cientos de aviones que aterrizan en su destino a diario, sin novedad, sin contratiempos, sin que ocurra ningún percance. Fue momento de recordar anécdotas relacionadas con los desaparecidos. Las malas pasadas del azar. La de quienes eran y ya no son. Quienes salieron y no llegaron. Y de detenerse, siquiera un instante, a repensar en lo efímero de la vida.

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