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Eduardo Jordá

El bosque de Birnam

CASI somos niños en el crimen", decía Macbeth, que nunca existió, pero que con su tragedia ficticia escribió una especie de tratado intemporal sobre el poder y los crímenes y la corrupción y las mentiras con que se intenta mantener cualquier poder absoluto. Es probable que Shakespeare no fuera consciente de ello cuando escribió su tragedia de Macbeth, porque muchas veces uno se propone escribir una historia cualquiera con la que ganar un poco de dinero, sin tener una idea clara de la dimensión simbólica que esa historia alcanzará. Pero es indudable que no hay otra historia que sirva para entender cómo funciona el poder. La historia de Macbeth.

Y esa historia no sólo explica el poder político, sino cualquier clase de poder que nos haga creer irremplazables. El dueño de un banco, o el entrenador de un equipo de fútbol con fama de imbatible, o cualquiera que haya alcanzado un éxito social importante, o que haya hecho algo que considere un triunfo en su vida, acaba actuando como Macbeth, es decir, como un niño. Porque hay un momento en que el poder -o el éxito- te empujan a confundir la realidad con las ficciones que te has inventado sobre ti mismo. Y ya no escuchas a nadie que no diga lo que quieres oír. Y te dedicas a imponer tus manías como si fueran medidas saludables que harán felices a los demás. Y crees que ya no tienes ninguna responsabilidad, igual que un niño. Y que cualquier deseo tuyo, por pequeño que sea, debe ser atendido de inmediato, igual que un niño. Y que nadie podrá pedirte cuentas de nada, porque para eso eres un niño querido y todopoderoso. Hasta que una noche el bosque de Birnam avanza hacia tu castillo y de golpe termina todo lo que habías creído indestructible. Ocurre así. Es una especie de ley física. Y casi nunca falla.

Y esta ley establece otro principio: cuanto más absoluto y arbitrario sea el poder, mayor será el grado de desvarío y puerilidad de la persona que lo ejerza. Basta pensar en Hitler mandando al frente, sobre un plano, a miles de soldados que ya habían muerto. O en Ceaucescu, en Rumanía, cuando se empeñó en criar avestruces en el delta del Danubio para aumentar las diminutas raciones de carne de los rumanos. Y eso mismo es lo que le está pasando a Gadafi en Libia. "Son jóvenes a los que les han dado bebidas alucinógenas en la leche o en el Nescafé", dice en la televisión de los libios que participan en las revueltas contra él. Ignoro qué cosas puede saber Gadafi acerca de las sustancias alucinógenas, aunque su propensión a disfrazarse de Lady Gaga me indica que tal vez sepa más de lo que parece. Lo evidente es que está desvariando como hacía aquel niño caprichoso que era Macbeth, hasta que una noche vio cómo el bosque de Birnam avanzaba contra su castillo.

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