La tribuna

Jaime Martinez Montero

Como los cangrejos

NO son pocas las reflexiones que acuden a la cabeza tras los sucesos, algo lejanos ya, de Pozuelo de Alarcón. La primera de ellas es que no se entiende que haya podido suscitarse tanto asombro por las conductas de los jovencitos que disfrutaban de un excelente estado de ebriedad, del que, por otra parte, tan orgullosos parecen sentirse. En manada y ciegos de alcohol, es normal que pierdan los estribos. El cine nos ha servido escenas de esta cariz. Los vaqueros, a mamporros en el saloon, desahogándose de los largos meses de soledad y de trato con el ganado; los marineros al llegar a puerto, resarciéndose de la aburrida y obligatoriamente virtuosa vida en alta mar; los soldados, que celebran sin remilgos una fiesta que puede ser la última de sus vidas.

Hay, claro, con respecto a las anteriores situaciones, dos diferencias fundamentales. La primera: piratas, vaqueros, marineros o soldados viven estos episodios de manera excepcional, como compensación a experiencias anteriores muy duras; aquí, en Pozuelo y en tantos sitios, se pretende que se disfruten al menos una vez por semana, y sin que en los días anteriores a tal juerga haya habido un periodo de profundas renuncias. La segunda: las riñas eran entre ellos, que se sacudían de lo lindo a sí mismos. En el municipio madrileño, los gamberritos pelean todos juntos contra la policía, el mobiliario urbano, etcétera.

Tampoco piensen que este suceso va a tener mucho recorrido. El análisis de los hechos y de su significado es muy posible que curse por unos derroteros bastante sabidos. En primer lugar, el establecimiento de la causa. Será estilo nebulosa: la sociedad entera, el decaimiento de valores, el hedonismo, etcétera. En resumen, que señale vagamente a todos, pero que no culpabilice a nadie. En segundo lugar, la aplicación de un tratamiento, por supuesto indoloro. Nada de adoptar medidas que nos compliquen la existencia o que nos supongan renuncia a nuestra forma de vivir y de disfrutar el ocio. Lo mejor será, en este caso, apelar a la educación. Ahí va a estar el remedio. Hay que trabajar con los niños, desde pequeñitos, para que esto no suceda. Tampoco hace falta precisar si se trata de la educación escolar, familiar, ambiental o de otro tipo. Dicho así es mejor y es menos comprometido: se descarga nuestra conciencia, porque no nos hemos quedado de brazos cruzados, y asumimos que la cura va a ser larga (un proceso, para ser exactos) y que, por tanto, la repetición de los hechos no significa que se fracasa en ese aspecto, ni que debamos volver a replantearnos la situación, sino que el remedio precisa de un tiempo más dilatado.

En tercer lugar, hay que buscar responsabilidades. Pero a lo moderno. Lo que se lleva es la transitividad: si yo soy responsable de un acto, y tengo a otra persona que es responsable de mí, la responsabilidad de lo que yo haga pasa a ser de la segunda persona. Naturalmente, si ésta a su vez tiene por encima otra, a ella le será imputable lo que haya ocurrido. Al final se llega a los responsables políticos, que son los que tienen la culpa de todo (como ellos mismos nos recuerdan permanentemente, pero eso sí, aplicado a los del partido rival). En esto ya se nos adelantó Don Juan Tenorio. Aspiraba a que de sus pasos en la Tierra respondiera el Cielo y no él.

El paso de los años va transformando todo. Vamos viendo como normal que nuestros adolescentes y jóvenes opositen a la plaza de alcohólicos. Los padres aceptan con fatalidad que en el largo fin de semana (los universitarios lo comienzan el jueves por la noche) a sus hijos les pueda ocurrir cualquier cosa. Las fiestas populares se convierten, al menos los días señalados, en una gigantesca borrachera de unos colectivos que ensucian y se mean, sin pudor, en los sitios públicos, y convierten las calles en verdaderas letrinas. Estas conductas salvajes las exhiben los que han disfrutado de unos bienes, de una educación, de una protección y de unos niveles de bienestar como nunca ha habido en España.

¡Qué frágil es lo que se ha conseguido! Basta con dejarse llevar por la masa. Es la fuerza del grupo. Uno ya no es uno. Se trata de hacer algo todos a la vez, sin que importe qué se haga ni para qué. Dentro de la manada cada miembro se siente fuerte y feliz, no tiene que justificar nada: el misterioso cerebro que mueve el grupo tendrá las explicaciones. El alcohol y otros estupefacientes refuerzan el sentido gregario, anulan la voluntad, difuminan la personalidad. Cuando se liberan las partes más oscuras del ser humano, se retrocede a estados de salvajismo. Por eso, ante lo que ha ocurrido no deberíamos decir: "¿A dónde vamos a llegar?". La exclamación exacta habría de ser : "¡Hasta dónde hemos retrocedido!".

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