La tribuna

Luis Felipe Ragel

El caso del perdedor ganancial

DESPUÉS de pensárselo durante algún tiempo, Perdulario decidió volver a casarse. En aquellos momentos no tuvo en cuenta la frase de Álvaro de Laiglesia -"El matrimonio es el sarcófago egipcio donde se momifican los mejores amores del mundo"-, sino la que Billy Wilder hizo pronunciar a uno de los protagonistas de la película En bandeja de plata: "El matrimonio es como el ejército. Todo el mundo reniega de él, pero te sorprendería saber cuántos se reenganchan". Al fin y al cabo, para Begoña era también su segunda oportunidad.

Y como no quería irritar a su novia planteándole que prefería casarse en régimen de separación de bienes, le ocultó esa preferencia a la hora de contraer matrimonio. Fueron felices durante algunos años, en los que Perdulario no dejó de abonar religiosamente a finales de mes la pensión alimenticia de sus dos primeros hijos, que vivían con la que fue su primera esposa. Los hijos del primer matrimonio de Begoña vivieron en el nuevo hogar de su madre.

Hasta que se les rompió el amor. Cuando sus abogados se reunieron para tratar los aspectos concretos del convenio regulador del divorcio, se puso sobre la mesa un dato que hasta ese momento había pasado completamente desapercibido para el marido. Se enteró entonces de que la pensión alimenticia que había pagado a sus hijos era una deuda privativa y, como la había estado abonando durante catorce años con los ingresos que obtenía por su trabajo como funcionario, que eran bienes gananciales, resultaba que era deudor de la sociedad de gananciales por la cantidad de 180.000 euros, unos treinta millones de las antiguas pesetas, justamente el doble de la cantidad que esperaba adjudicarse en la liquidación de la sociedad de gananciales.

Por el contrario, Begoña no adeudaba nada, según el artículo 1362 del Código Civil, puesto que sus hijos habían estado conviviendo en el hogar familiar durante todo ese tiempo. En consecuencia, sumando su mitad de gananciales y la mitad del crédito que se adjudicaba por la deuda de su marido, Begoña se quedó con la totalidad del piso que se habían comprado al poco tiempo de casarse.

Perdulario no acertaba a comprender que, habiendo sido él quien había obtenido todos los ingresos en su segundo matrimonio, no le correspondiera ni una sola baldosa del piso que habían pagado. Ahora tenía que marcharse a otro lugar y partir, no desde cero, sino desde cifras negativas, pues tenía que sumar a la pensión de sus hijos la pensión compensatoria que durante tres años tendría que abonar a Begoña.

Se escandalizó cuando su abogado le explicó que, si su segundo matrimonio se hubiera regido por el Derecho Civil aragonés, la deuda alimenticia que tenía con sus hijos se hubiera considerado deuda común y no hubiera tenido que reintegrar su importe a la sociedad de gananciales. Eso le habría permitido recuperar la mitad del valor del piso y disponer de algún dinero para encontrar un nuevo lugar donde vivir.

Pero lo que volvió loco al pobre hombre fue conocer que, si hubiera pactado el régimen de separación de bienes, no hubiera adeudado lo que abonó a sus hijos porque habría estado pagando con dinero propio y no habría sufrido un descalabro económico tan mayúsculo.

Todavía sienta mal en algunos sectores de nuestra sociedad que se plantee el acogimiento del matrimonio al régimen de separación de bienes. Parece que el que lo sugiere está desconfiando de su pareja, de la rectitud de sus intenciones. Aún se piensa que con este régimen se fomenta la utilización de la palabra "mío", de la discriminación, y de la vejación a la postre, mientras que el régimen de gananciales favorece el uso de la palabra "nuestro".

Pero se trata de un prejuicio añejo, que hay que superar de una vez. El Código Civil atempera la separación de bienes con unas normas de contribución a las necesidades cotidianas según las posibilidades económicas de cada uno y, sobre todo, las normas reguladoras de las crisis matrimoniales tienden a corregir los posibles desequilibrios patrimoniales y proteger los intereses más necesitados, con medidas como la atribución del uso de la vivienda familiar, la asignación de pensiones alimenticia y compensatoria o la indemnización por convivencia en caso de nulidad.

El caso de Perdulario no es una rareza. Lo han padecido cientos de miles de españoles cuyos problemas, al parecer, no preocupan al legislador estatal. A esa grotesca situación se llega manejando algunas desafortunadas reglas de la sociedad de gananciales. Algo muy importante está fallando en nuestro país cuando unas normas conducen a resultados tan deplorables como el que hemos descrito.

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