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Opinión

Íñigo Moreno Blanco

Un centenario y un agravio sevillano

HOY se cumple el centenario de la muerte del escritor Alejandro Sawa, que había llegado a este valle de lágrimas 47 años antes, en la sevillana calle de San Pedro Mártir (¿premonitorio?). Puede que más que por su obra literaria, mayoritariamente adscrita al movimiento naturalista que desde París promulgaba Émile Zola, sea recordado en la actualidad -por aquellos injustamente pocos que le recuerdan- como el bohemio finisecular de libro que sirvió de inspiración a Don Ramón María del Valle-Inclán para su Max Estrella, el conmovedor protagonista del genial esperpento Luces de Bohemia.

Para ahondar en el conocimiento del desdichado escritor Álex Sawa -en cuyo velatorio lloró el gran Don Ramón de las barbas de chivo, según confesión que hiciera al otrora grande amigo del autor hispalense, Rubén Darío- está ahora en nuestras librerías la biografía que sobre el sevillano, criado en Málaga y trasladado luego a la capital del reino, ha elaborado minuciosamente la profesora de la Universidad de Granada Amelina Correa Ramón. Este trabajo (Fundación José Manuel Lara, 2008) ha merecido el premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías en su última convocatoria.

La estudiosa granadina, que concentra sus esfuerzos en la recuperación de valiosos y olvidados escritores de entre los siglos XIX y XX, ha rastreado con capacidad de minero (es decir, de profundizar mucho) la peripecia familiar que lleva a las generaciones ascendientes del bohemio hispalense desde la ciudad de Esmirna a la vía sevillana mencionada, transitando así desde las resonancias míticas a lo cercano y familiar. Además de su labor en bibliotecas, archivos y hemerotecas, la profesora Correa Ramón amplía su trabajo al estudio y crítica de la obra de su biografiado, constituida por media docena de novelas de férrea adscripción naturalista; la periodística, abundante y dispersa por las cabeceras de las publicaciones de aquel Madrid "absurdo, brillante y hambriento" del que hablara Valle; adaptaciones para la escena de obra narrativa ajena, y la póstuma -más personal y preferida de la biógrafa- Iluminaciones en la sombra, algunos de cuyos capítulos habían visto la luz previamente bajo el título general de Dietario de un alma, lo que ya indica de qué va la cosa.

Casi inevitablemente en la época para la bohemia que de tal se preciara, Sawa tuvo su intenso periodo parisino, donde se codeó con lo más florido de aquellos bebedores de absenta, patrios o venidos desde cualquier punto de Europa o América, atendiendo al reclamo de la turbia musa apalancada en los cafés del Barrio Latino. Allí conoció a su siempre reverenciado Víctor Hugo; al guatemalteco Emilio Gómez Carrillo, notable escritor y reprobable ciudadano, de quien llegó a afirmarse que había sido responsable de la captura y fusilamiento de Mata Hari; a Rubén Darío, para quien hizo de Virgilio en cenáculos divinos y círculos malditos, y quien lo desatendió lastimosamente en el final de su existencia, o al venerado poeta Paul Verlaine. En la Ciudad de la Luz conoció Sawa también la deslumbrante del amor hondo y perdurable en la persona de Jeanne Poirier, quien ya sería de por vida su compañera.

En la presentación en Sevilla de su galardonado trabajo, la profesora Amelina Correa se "atrevió", según su propia expresión, a sugerir la celebración del centenario del fallecimiento de su biografiado. Nosotros creemos que al menos el Ayuntamiento de Sevilla debería corregir un agravio comparativo ya antiguo: en la misma calle donde viniera al mundo Alejandro Sawa, sendas lápidas recuerdan los nacimientos de Rafael de León y de Manuel Machado (Jamás hombre más nacido/ para el placer fue al dolor/ más derecho, escribió éste de su bohemio conciudadano); del de Alejandro Sawa no hay mención. Parece más que suficiente el mal trato que inflingió la vida a quien llegó a escribir de sí que "querría no haber nacido", para que la posteridad siga regalándole desdén y olvido.

Desdén a quien Paul Verlaine otorgó su amistad en su época dorada del Barrio Latino (Qué distantes están ya todas esas alegrías/ Y todos esos candores…); olvido a quién, según Don Ramón, que rememoraba la noche patética del velorio, "tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso".

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