La tribuna

Antonio Porras Nadales

Los científicos y la política

Que la actividad de gobierno se apoye en el conocimiento científico constituye un ideal colectivo donde a veces se comprueba el grado de civilización alcanzado por algunas sociedades. Es un ideal que cuenta con prestigiosos antecedentes, desde Platón en la Grecia clásica o Saint-Simon en los albores del desarrollo industrial europeo hasta lo que algunos han denominado con la "quinta rama" del Estado (Jasanoff) en el contexto contemporáneo.

Pero para que el conocimiento científico pueda incorporarse adecuadamente a la acción pública debe ser independiente y haberse gestado en ese ambiente de libertad intelectual y capacidad crítica que, en teoría, sólo se encuentra en los claustros de ciertas universidades o a la sombra de prestigiosas fundaciones o centros de investigación. En algunos estados de bienestar avanzados su papel resulta fundamental en distintas políticas públicas, hasta el punto de incorporarse normalizadamente en el proceso de diseño y evaluación de numerosos programas de acción pública.

Esta incorporación del conocimiento científico a la acción pública requiere un cierto ejercicio de humildad: en primer lugar, por parte de los gobernantes, que deben constatar que los recursos cognoscitivos del sector público a veces son limitados y, por lo tanto, el conocimiento externo constituye un valor sustantivo al servicio del buen gobierno. El problema consiste en que con la deriva mediática que parece presidir el desarrollo de la acción de gobierno, las condiciones de incorporación del conocimiento científico al gobierno experimentan un cierto enrarecimiento. Porque todo diagnóstico científico de la realidad debe ser, por definición, de carácter "crítico". Trata de identificar los núcleos problemáticos de una determinada realidad para deducir las líneas de actuación que deben generarse en respuesta a la misma. Pero cuando la realidad se percibe de forma idílica, cuando el presente viene condicionado por la llamada "paradoja de la satisfacción" y su proyección mediática, cualquier diagnóstico crítico puede ser percibido como una desautorización de la actuación gubernamental. Y aceptar la crítica es un ejercicio de democracia tan sublime que parece lógico que algunos gobernantes se sientan incómodos. Si el marco de percepción de la realidad se sitúa en una visión idílica de las cosas resulta mucho más gratificante rodearse de una cohorte de aduladores.

Cuando esto pasa, la realidad sólo se percibe de forma crítica si la propia crisis se ha desbordado hasta un punto extremo, hasta arrasar con la realidad como una auténtica emergencia. Ese es el momento en que los gobernantes se acuerdan de los técnicos y científicos. El caso más pintoresco en nuestra tierra fue el famoso desastre del vertido de Aznalcóllar, del que se han cumplido diez años. Una muestra paradigmática del buen hacer de nuestra clase gobernante: durante días o semanas, en pleno vertido tóxico, ningún gobernante hizo acto de presencia ante la opinión pública. España parecía un país sin gobiernos, ni en la escala local ni en la autonómica ni en la nacional: nadie quería comparecer para no quemarse al ser percibido como el responsable público. Y al cabo del tiempo se encontró la solución: llamar a los técnicos y científicos para que ellos remediaran el desastre. Como suele decirse, acordarse de Santa Bárbara cuando truena.

Pero la incorporación del conocimiento científico a la esfera pública requiere también un ejercicio paralelo de humildad por parte de los propios científicos. Primero es necesario homogeneizar posiciones, lo que no siempre sucede en el mundillo académico: de ahí que en las teorías de gestión pública se hable más bien de "grupos de conocimiento", es decir, sectores de expertos o académicos que comparten posiciones y estrategias ante los problemas, a veces desde una perspectiva interdisciplinar. Una exigencia que no se ajusta el modelo de departamentos y áreas propio de nuestras universidades, concebidos a menudo como auténticos reinos de taifas. Pero también es necesaria una cierta humildad para entender que el conocimiento científico tiene ahora un sentido instrumental, que no se trata de descubrir la verdad absoluta sino tan sólo de diseñar una actuación eficaz al servicio de los intereses colectivos.

Cuando estas condiciones no se cumplen, el papel de los científicos corre el riesgo de degradarse, de caer en la manipulación política bajo las interferencias que el dinero público impone a los programas de investigación. Y en ese contexto los científicos pueden perder su independencia para, al final, acabar convertidos en simples intelectuales y artistas.

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