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La Sevilla del guiri

John Julius Reel

Una ciudad 'kid-friendly'

EN mi país, kid-friendly, adjetivo compuesto que literalmente quiere decir simpático a los críos, aplicable a los sitios de ocio, alojamiento y restauración, es tanto una invitación a gente que tiene niños pequeños, como un aviso a gente que no los tiene.

A la hora de comer, dormir y divertirse fuera de casa, puedes dar por seguro que lo harás en paz. Y si te vas de ocio con niños que aterrorizan a todos a su alrededor, puedes por lo menos consolarte sabiendo que con este aviso ellos ya estaban alertados.

Esta costumbre estadounidense evita muchos disgustos y decepciones; no obstante, después de haberme llevado cinco años en Sevilla, la idea de segregar por edad me resulta no sólo fría, sino triste, como si mis paisanos se privaran de una de las grandes alegrías de la vida.

Habiendo dicho eso, tengo que admitir que, antes de tener niños propios, esta calurosa bienvenida a todas las edades en los bares de Sevilla me exasperó. Más de una vez tuve que abandonar mi café y mis meditaciones y salir corriendo para escapar del jaleo ensordecedor de niños recientemente liberados del colegio. En aquellos momentos en los que un crío no hacía más que gimotear, criticaba a los padres de desidiosos y torpes en su labor.

Pudo ser justicia cósmica el sofocón que cogió heredero I un día en un avión desde Madrid a Nueva York. Quería dormirse, pero no sabía cómo, sin sus peluches y su cuna. Gritaba y se retorcía en mis brazos como un cerdito atrapado. Histérico, me golpeaba en la cara, mandando por los aires mis gafas. Me dio patadas en la entrepierna, castigando los órganos responsables de su concepción. Los demás pasajeros apartaron los ojos.

El berrinche seguía sin tregua. Intenté darle el biberón, lo llevé a los aseos para distraerlo con la cisterna del váter y el agua saliendo del grifo, le di mis llaves, mi móvil, mi cartera, todo con lo que siempre había querido jugar y yo nunca le había permitido. Lo rechazó todo, prefiriendo seguir sofocándose.

Al llevarlo de nuevo a nuestros asientos, una madre americana en la fila de delante, incapaz de esconder su malestar puesto que la rabieta de mi niño estaba interrumpiendo el sueño de los suyos, dio la vuelta y me preguntó con una voz desbordando dulzura fingida:

-¿Quieres un chupe?

Para no tener que responderle gritando encima de los gritos, representé la acción de escupir con toda la rabia el chupe, respuesta que hubiera tenido mi niño, pues nunca le gustaron los chupes. Mi paisana se echó atrás, asustada. Como un milagro, mi niño también se calló, quizás impresionado por la veracidad de mi imitación.

Acudí a mi mujer.

-¿Has visto la americana? ¡Tan dispuesta a emitir juicios! Como si fuéramos un par de incompetentes, incapaces de hacer bien una maleta y de tranquilizar a sus propios hijos.

Mi mujer se reservaba la opinión, no confiando en su inglés.

-¿Quería darnos un chupe? -me dijo, incrédula-. ¿Un chupe usado?

Aunque reconozco que, hace menos de tres años, hubiera reaccionado igual que ella, o aún peor, en el momento, me recreaba imaginando a esa entrometida altiva como una mujer no muy limpia, con sus cosas infectadas de microbios.

Los niños son una alegría, pero una alegría indudablemente amenazante a la tranquilidad. Como dice un amigo mío, también padre de dos críos: "Cuanto más radioactiva la fuente, mayor es la fuga". Por eso, y por la cuenta que me trae, estoy cada día más agradecido por los recursos y la acogida familiar que la cultura sevillana me otorga como padre de niños pequeños.

Si me limito sólo al rincón de Nervión por el que suelo andar, me encuentro con Javier del bar La Torre, cuya forma de encogerse de hombros y decir "normal" quita toda la importancia de un sofocón; con Susana del bar La Concepción, que regaló el vikingo y la rana a mi niño y está siempre dispuesta a poner la vaquita a bailar las veces que él quiera; con Joaquín del Rey de la Cerveza, alias Bombón, el mejor camarero de Nervión, dispuesto a saludarnos aunque estemos paseando a mil leguas; y con Nely y Neysa y las demás camareras de la cafetería Fresa, en Gran Plaza, a las que nunca les importa el lío de migas y manchas que siempre dejamos en una mesa o dos, según a mi niño se le antoje cambiar de sitio. Aquellas mañanas lluviosas del invierno pasado, en las que mis niños y yo queríamos estar en la calle, pero un paseo por el parque nos habría empapado, esa gente me hizo sentir realmente en casa.

O un sábado por la tarde en La Gamba Blanca, una familia comiendo, pasándolo bomba, tanto que heredero I, queriendo pasarlo bomba también, bajó de nuestra mesa y acudió a la suya. Fue todo un detalle por parte de ellos ponerle una silla -¡en la cabecera de la mesa!- y hacerle sentir uno de ellos, no sólo un momento o dos, sino hasta que mi mujer y yo termináramos tranquilamente nuestra comida.

Si a mis queridos lectores, todo esto les parece poco, os honra vuestra grandiosidad. Si hay lectores, a los que todo esto les parece mucho, espero, por vuestro bien más que por el mío, que el día de mañana no coincidáis sentados al lado de mi familia en un vuelo transatlántico.

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