NUNCA llegaremos a entender del todo por qué aquella canción pegadiza triunfó por encima de todas las demás durante aquel verano en el que todos la tarareamos sin descanso. Nunca sabremos con seguridad qué motivo es el que mueve a una clientela a escoger a un chiringuito en vez de a otro, cuando en ambos se ofrece lo mismo, buena comida y cerveza muy fría. Jamás sabremos dónde reside la fama de aquel anónimo que por comentar vídeos en internet, a través de la red social Youtube, empezó a mover a legiones de seguidores. No pasará nada de esto porque a día de hoy nadie tiene en su haber la fórmula del éxito, a pesar de tantos y tantos empeñados en conseguirla. Podemos pensar que la excelencia y el buen hacer conducen a esta envidiada meta vital, pero basta un simple análisis para darse cuenta de que las cosas que consumimos a diario poco tienen que ver con eso. El éxito es tan dispar y aleatorio que de nada nos sirve el querer racionalizarlo.

Podemos intentar seguir unas premisas o intentar puntualizar lo bueno y lo malo de casi cualquier cosa y así creer que lo entendemos, no obstante si esto fuera así de sencillo todos habríamos sucumbido ya ante la todopoderosa palabreja y el mundo sería una cantera de triunfadores al estilo Di Caprio en la película de Scorsese. Pero ni siquiera en la imitación está el quid, puesto que es un conjunto de circunstancias las que llevan a algo a triunfar, a sobrevivir como el mejor en un universo competitivo.

El camino al éxito, que esto sí que podemos entenderlo e interiorizarlo, no es más que un rehacer constante donde subsanar los errores que se cometen a diario y aprender de ellos para que no ocurran de nuevo. Es constancia, sabiduría, autodidacta o heredada, es distinción y sencillez. Y quizás lo más importante, aunque preocupe menos, sea que una vez alcanzado por nada del mundo se cambie la esencia de lo que un día gustó, porque el éxito, en el cien por cien de las veces, si no se cuida, es tan fugaz como el tiempo.