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Relatos de verano

Nerea / Riesco

Ni colorín, ni colorado (III)

Tras escapar de la muerte, el niño de los ojos ambarinos caminó sin rumbo. Atravesó regiones gélidas lamidas por nieves perpetuas, desafió al océano embarcándose rumbo al horizonte y superó con maestría la prueba de fuego de robarle el sueño a un morador del desierto a golpe de intriga narrativa. Otro menos acostumbrado al aislamiento, el hambre y el frío hubiera sucumbido a la desdicha pero a su adorada Luz no le dio tiempo a enseñarle el significado de la palabra "rendición" y eso le convirtió en un muchacho terco que terminó aceptando con resignación mística que el destino le empujaba directamente al abismo de la soledad. Y esa certidumbre le apaciguó el alma.

A veces no me siento tan solo si imagino mejor dicho si sé que mas allá de mi soledad y de la tuya otra vez estás vos aunque sea preguntándote a solas qué vendrá después de la soledad

Comprendió, con muy buen criterio, que no tenía más riqueza que su ingenio y esa capacidad de enlazar palabras con maestría que Luz le había inspirado. Hasta que la conoció a ella, sus mayores habilidades se circunscribían a robar la fruta en los mercados y pasar desparecido para que los matones no le dieran una paliza. Sopesando sus alternativas decidió convertir las palabras en artículos de compra y venta. Comenzó sin muchas pretensiones. Se plantaba bajo los soportales de las plazas con una mesita y una silla plegable y se ofrecía para escribir y leer las cartas de los analfabetos. En ocasiones las noticias que se encontraba eran tan tristes que no se atrevía a repetirlas en voz alta y suavizaba algunas partes de modo que muchos marineros jamás supieron que su novia de los mares del sur, aburrida de esperar, se había casado con otro o que la abuela Jacqueline había pasado a mejor vida dejando toda la herencia a un asilo de gatos vagabundos.

Con el pasó de los años fue ampliando el negocio de las palabras y se convirtió en un experto en redactar cartas de amor. Los enamorados se le acercaban suplicando soluciones escritas a sus problemas románticos. Entonces él les hacía responder un cuestionario para saber el nombre del objeto de su deseo, el color de sus ojos, el tamaño de sus pies y a qué se dedicaba su familia. De esa forma sus cartas de cortejo se transformaron en documentos exclusivos que llegaban directamente a los corazones de los destinatarios, nada que ver con esas estampitas en tonos sepia con florecillas en las esquinas que los demás escribientes redactaban con frases de pasión desmayada. Pronto se corrió la voz de que su trabajo era infalible. Prácticamente la totalidad de las personas que confiaban en el poder de su elocuencia para planear su destino, terminaba caminando hacía el altar llevando del brazo al amor de su vida. Se hizo famoso y, en cuanto tuvo el suficiente dinero, se compró un traje de hombre y encargó un cartel para grabar en él un apodo sonoro y rimbombante que le distinguiese del resto de copistas sin alma que cobraban cuatro centavos por sus tediosos documentos en serie.

Tuvo que elegir él mismo su nombre ya que la mujer que lo trajo al mundo no fue lo bastante considerada de ponerle uno, convencida de que jamás iba a llamarle. Aquello le pareció uno de los retos más complicados a los que había tenido que enfrentarse. Un nombre constataría su existencia en este mundo y su repetición en la boca de los demás, una vez lo abandonase, le convertiría en inmortal. Todo lo que era una persona estaba condensado en su nombre. Intentó imaginar la aterciopelada voz de Luz pronunciando los que consideraba más sonoros: ¿Orlando? ¿Hardy? ¿Hamlet? Pero no le convencían. Aquello le robó en sueño durante varios días hasta que por fin comprendió que esa era una labor que le quedaba excesivamente grande y decidió ponerlo en manos de la providencia. Levantó la vista y observó el cartel del pueblo al que acababa de llegar.

-Farrugia -leyó en un susurro-. Perfecto.

Se confeccionó unas tarjetas de presentación en cartulina negra en las que hizo grabar en letras doradas, escrito con caracteres góticos:

Monsieur Farrugia (vendedor de historias)

Y a partir de ese momento comenzó a sentirse, al fin, un ser humano.

La fama de monsieur Farrugia atravesó las fronteras. Ya no se limitaba a confeccionar cartas de enamorados; los músicos le pedían que escribiese las letras de sus canciones, los moribundos que redactase sus testamentos, los abogados un alegato con el que convencer a un jurado… y en eso se le pasaron los años hasta que un día tropezó con su propia imagen reflejada en un espejo y fue incapaz de reconocer al niño de los ojos tristes. Comprendió que había llegado la hora de regresar a París. No había vuelto desde que escapó a trompicones de los disparos con los que el padre de Luz intentó que abandonase el mundo por la puerta de atrás. Por un momento revivió el temor del chiquillo asustado mezclándose con el deseo de volver a verla, y fue de nuevo consciente de lo solo que estaba.

Sin un temblor de más, me abrazo a tus ausencias que asisten y me asisten con mi rostro de vos

Hizo el recuento del dinero que había conseguido ahorrar a lo largo de esos años y supuso que tenía más que suficiente para hacer realidad el sueño de ponerle techo a su negocio de compra y venta de palabras. Seis meses después, monsieur Farrugia abría las puertas de la librería más grande de París.

Se preocupó de que lo más selecto de la sociedad recibiese una invitación para el cóctel de inauguración; un elegante tarjetón en el que simplemente decía:

Ni colorín, ni colorado

Sábado, 12 de mayo a las 19:00

No hizo falta más porque todo el mundo supo de qué se trataba.

Sólo hubo una invitación diferente. Una que llevaba al dorso unos versos escritos a mano.

Creo saber todo de ti. Sé que el día de pronto se te hace noche: sé que sueñas con mi amor, pero no lo dices, sé que soy un idiota al esperarte, pues sé que no vendrás

La invitación iba dirigida a Luz que, a esas alturas, estaba casada con uno de los hombres más poderosos de la ciudad.

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