Relatos de verano

Nerea / Riesco

Ni colorín, ni colorado (I)

La sombría tarde en la que los policías entraron en la librería parisina de Mario armados hasta los dientes con la intención de prenderlo como si se tratase de un asesino peligroso, todo el mundo puso el grito en el cielo. Aseguraron que se trataba de una detención injusta, que sólo se lo llevaban preso porque tenía la virtud de narrar historias que descolocaban los sentidos y sacudían el alma de los mortales, igual que el autómata parlante que por aquellos días se mostraba en la Exposición Universal, sólo que Mario era de carne y hueso, no hacía falta darle cuerda y además nunca repetía dos veces el mismo cuento. Había dejado pasmada a la escéptica ciudadanía parisina describiendo con pelos y señales, con una retórica digna de un jacobino, cómo un astrónomo alemán descubrió dos lunas en el planeta Urano a las que bautizó Titania y Oberón por localizarlas entre sueño y sueño de una noche de verano. A Mario le dio igual que la mayoría de su auditorio no tuviese ni idea de lo que era la Vía Láctea o que no hubieran pedido jamás un deseo al paso de una estrella fugaz convencidos de que sobrevivir al día a día ya era bastante milagro. Se encargó de organizar visionados del cielo en la azotea de su librería para poder explicar su inmensidad y en poco tiempo la voz de Mario fue descubriendo carros, peces voladores, aves del paraíso y osas mayores y menores en las formas de las estrellas, de modo que terminaron convencidos de que el Universo escondía mil maravillas y le compraron todos los mapas del cielo a pesar de que muchos no fuesen capaces de imaginar su planeta como un puntito minúsculo dentro de un papel azul marino.

En menos de dos semanas su librería se convirtió en el centro cultural de París. La mercancía era de carácter espiritual pero no por ello menos atractiva a los ojos de la clientela. Por muy poco dinero Mario ofrecía cuentos de hadas para los niños en los que los buenos siempre triunfaban y los malos acababan recibiendo su merecido y, por unos centavos más, les entregaba el manual que exponía esa regla de justicia universal que a veces el mismo Dios pasaba por alto. Contaba con una larga lista de espera de afligidos que venían a describirle sus pesadillas nocturnas porque él era capaz de explicar el significado de los sueños con una clarividencia prodigiosa, recomendándoles el libro perfecto para que se aclarasen sus ideas. A la caída de la tarde, hombres y mujeres se reunían allí esperando que Mario les diera los últimos detalles de esa historia extraordinaria llena de romanticismo, pasión y desventuras que comenzó a narrar por capítulos el mismo día que llegó a la ciudad y que encabezó exactamente con estas palabras:

Después de ese dolor redondo y eficaz, pacientemente agrio, de invencible ternura, ya no importa que use tu insoportable ausencia ni que me atreva a preguntar si cabes como siempre en una palabra

-Precisamente fue esa historia la que hizo que la Policía viniera ese día a detenerlo, acusado de asesinato.

-Vengo a llevármelo preso -le espetó el jefe de Policía con muy malos modos.

Mario no se inmutó lo más mínimo. Levantó sus ojos ambarinos con una pregunta prendida en ellos. No podía entender la razón de tanto escándalo. Aquel vacío de palabras salpicó toda la tienda haciéndose denso e incómodo como un baño de miel en una soleada tarde de verano.

-Usted lleva mucho tiempo describiendo desmanes y crímenes y ayer se cumplió uno de ellos -continuó deseoso de librarse de aquel silencio-. Maneja una información muy precisa. De ésta no se libra, amigo.

La gente comenzó a agitarse y una oleada de rabia pudo intuirse en los ceños fruncidos, los puños cerrados y los corazones galopantes. El jefe de Policía estaba cansado de que el pueblo llano le intuyese como el enemigo al servicio del poderoso, siempre dispuesto a hacerle la puñeta al más débil. En realidad a él le hubiera gustado que las gentes entendieran que su verdadera intención era protegerlos, deseaba que los hombres admiraran su heroísmo, que las mujeres aplaudieran su porte valiente y le enviaran a su casa bizcochos de agradecimiento por Navidad. Por eso le incomodó tanto que se revolviesen para defender al tal Mario; un tipo alto, con el cabello excesivamente largo, los dedos excesivamente delgados y los ojos excesivamente tristes. Nadie conocía sus orígenes, ni sus verdaderas intenciones y sin embargo había obtenido la admiración de las personas hechizándolas con algo tan efímero como las palabras. Por un momento pareció que se iban a sublevar y el jefe de Policía creyó que tendría que llamar a sus hombres y utilizar la fuerza bruta para calmar a la turba, pero no hizo falta.

-Tranquilícense, amigos -les dijo Mario con el mismo tono de voz que empleaba para contar cuentos a los niños-. Estoy seguro de que esto no es más que una terrible equivocación. La historia que narro, con sus amores contrariados, pasiones, muertes e infortunios, fue escrita hace muchísimos años. ¿Me permite que se lo demuestre? -le preguntó al jefe de Policía. Él asintió.

Entonces Mario cogió una lámpara de gas y caminó despacio hasta una de las estanterías del fondo. La luz dorada lamió los rincones sombríos, las curvas de su rostro… entornó los ojos para fijar la vista y recorrió el lomo de los libros con la yema de su dedo índice, tal y como acariciaría el cuello de una dama enamorada.

-¡Aquí está! -dijo rompiendo el silencio.

Su mano adquirió firmeza y atrapó un enorme volumen encuadernado en piel tostada. Entonces lo abrió por la primera página y comenzó a leer con el gesto doliente y la voz desgarrada de un ruiseñor herido:

Bien sabía él que la iba a echar de menos pero no hasta qué punto iba a sentirse deshabitado no ya como un veterano de la nostalgia sino como un mero aprendiz de la soledad

-¡No le escuche, señor! -gritó uno de los policías-. Así es cómo enturbia la mente de las personas.

-¡Calla, estúpido!… deja que continúe leyendo -respondió el jefe de Policía.

Aún no lo sabía, pero ya le había atrapado.

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