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La tribuna

Rafael Caparrós

El combate del siglo XX

EL siglo XX ha consagrado al deporte como espectáculo de masas en una medida históricamente inédita. Las masivas expectativas suscitadas por ciertos eventos deportivos, como las Olimpiadas, o por determinadas finales de boxeo, tenis, futbol o béisbol, han ido adquiriendo, al hilo de la propia expansión mediática, dimensiones auténticamente épicas en la conciencia colectiva, además de convertirse últimamente en negocios multimillonarios para las televisiones, merced al pay per view.

Ahora bien, si hubiera que elegir un único enfrentamiento deportivo de todo el siglo XX como la culminación de esa extraordinaria expectación de masas, ¿a cuál habría que elegir? Pese a sus méritos, ni el Foreman-Alí de Zaire, con sus exóticos cantos corales del Alí Bumayé, ni los más disputados Lendl-MacEnroe de Wimbledom o Flushing Meadows, ni el tristemente célebre Tyson-Hollyfield del mordisco en la oreja, ni las gestas olímpicas de nadadores como Mark Spitz con sus siete medallas de oro, ni siquiera la más destacables de las finales mundiales de fútbol entre Brasil y Alemania, serían los elegidos. No pocos especialistas deportivos, y desde luego yo mismo como espectador, optaríamos por The Macht of the Century, que es como la prensa anglosajona de la época llamó a la final del campeonato mundial de ajedrez, celebrada en Reyjiavik (Islandia), que enfrentó en el verano de 1972 al campeón ruso Boris Spassky con el genial norteamericano Robert Fisher. Y ello a pesar de que el ajedrez no era entonces un deporte de masas, ni, por desgracia para la humanidad, lo es todavía hoy.

Al margen de sus implicaciones mediático-deportivas, había razones de sobra para que ese enfrentamiento concreto se politizara hasta niveles nunca antes alcanzados. La Guerra Fría atravesaba momentos cruciales tras los primeros éxitos espaciales soviéticos y había que ganar la batalla de la propaganda política. Porque el prestigio cultural asociado a la titularidad del cetro mundial del juego-ciencia era hasta entonces inequívocamente soviético. Desde que en 1948 la FIDE homogeneizara las normas para la disputa del título mundial, todos los campeones del mundo de ajedrez, así como sus desafiantes, habían sido soviéticos. Y ahora, por primera vez desde la victoria del norteamericano Paul Morphy en 1858, un Gran Maestro no soviético iba a disputar la final mundial. Tanto la CIA como el KGB se movilizaron para inclinar en su favor el resultado de ese épico enfrentamiento.

Tras la caída del Muro de Berlín se publicaron algunos documentos secretos del KGB que demostraban que, en efecto, la defensa del título de Spassky fue vivida en la URSS como una "causa nacional", y muchos Grandes Maestros soviéticos colaboraron en la preparación del campeón, aunque esa cooperación no fuera demasiado eficaz, y sólo contribuyera a su mejor rendimiento alguna aportación concreta, como las relativas a la técnica de finales de torres y peones de Efraim Geller.

Hasta ese momento, el marcador particular de Spassky frente a Fischer era favorable al ruso, con dos victorias y tres tablas. Pero la formidable actuación del genial norteamericano en el previo Torneo de Candidatos había ofrecido resultados tan espectaculares que hacían presagiar que las cosas podían cambiar. Reflejando precisamente ese aura mágica de incertidumbre y enorme expectación mediática que existía en Reyjiavik, adonde asistió personalmente, comienza George Steiner su reciente y muy recomendable libro Campos de fuerza. Fischer y Spassky en Reykjavik, 1973, en el que recrea en clave literaria el mítico triunfo del norteamericano.

Cabría decir, además, que ese acontecimiento demarca claramente dos etapas en la historia misma del ajedrez. A partir de él, "el juego de reyes" se popularizará en todo el mundo, aumentando significativamente el número de sus practicantes. Yo mismo me convertí entonces a la religión de la diosa Caissa y, desde entonces, soy un asiduo y devoto practicante. Y muchas de sus aportaciones a la teoría de aperturas son imperecederas, pese a los avances introducidos por los ordenadores. No me parece casual, a ese respecto, que el mismísimo Kasparov adoptara durante mucho tiempo la india de rey, la defensa favorita de Fischer, contra las aperturas del peón de dama.

Pese a todos los errores y contrariedades posteriores a su conquista del título mundial, la de Robert Fischer -quien de "héroe nacional" norteamericano, pasó a ser considerado como "traidor a la patria", por haber violado la prohibición establecida por el embargo estadounidense a la ex Yugoslavia, donde volvió a enfrentarse a Spassky en 1992, viéndose por ello obligado al exilio-, ha sido una vida sobradamente cumplida. Y, además, nos ha legado una convicción filosófica difícilmente rebatible: toda vida merece la pena ser vivida, porque, por muchos problemas que tengamos, siempre nos quedará el ajedrez.

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