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La tribuna

javier Roldán / barbero

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HAY escritores, como García Márquez, que han creado un territorio y hasta un universo propios. Otros autores relacionan la patria con su lengua o con su infancia. Hay personas que se consideran ciudadanas del mundo y otras que no ven más allá de su terruño, o que se sienten incluso extranjeras de sí mismas…

Políticamente, los asuntos de la patria se complican y se bañan de sangre a menudo. Los tiempos apuntan inexorablemente hacia una insuficiencia del Estado como gestor de la cosa pública. Sin embargo, o más bien a causa de esta tendencia, se produce una reviviscencia del nacionalismo, con o sin Estado, proceso también espoleado por el marasmo de las ideologías. Persiste la importancia de llamarse Estado, y eso que la independencia plena de un Estado es ya ilusoria e indeseable (fíjense en el más cerrado de la tierra, Corea del Norte, cuyo régimen estalinista va unido a la supervivencia del Estado).

La gobernanza mundial y la estatal no son posibles sobre la base de un proceso de autodeterminación perpetuo, la marginación del otro, un derecho de todas las personas a decidir su nacionalidad, un patriotismo excluyente, una pureza étnica y lingüística, un replanteamiento continuo de las fronteras. Se impone la cooperación sobre la autarquía. Esa cooperación, y hasta integración, que ha rendido tan valiosos frutos en Europa, y que algunos movimientos políticos pretenden ahora hacer retroceder, lo que tendría impredecibles consecuencias para la estabilidad y concordia del Viejo Continente.

Hay pueblos que aspiran, asistidos por la legalidad internacional, a tener su propio Estado (Palestina). Otros, como el de Sudán del Sur, se encuentran con que su flamante Estado resulta ya fallido. Los kurdos, por su parte, repartidos entre cuatro estados, aspiran a la autonomía dentro de ellos, siendo imposible la reunificación territorial. Hay quienes quieren cambiar de Estado (como es el caso probablemente de una parte de la población ucrania) y quienes quieren resucitar un Estado extinguido, como tantos rusos con su nacionalismo imperial evocador de la Unión Soviética.

En Europa, el desgraciado precedente de Kosovo ha alentado las expectativas de forjar nuevos estados. En algunos supuestos, la fórmula federal (como aceptan ya los nacionalistas flamencos) o confederal de Suiza facilita la coexistencia. Más allá, pero aún en Occidente, Quebec se aleja del separatismo y abraza el federalismo. Escocia, con el asentimiento, pero con la suposición de la derrota, por parte del Reino Unido, celebra su referéndum de independencia en septiembre entre la razón y el corazón, entre verdades y manipulaciones.

El fenómeno, evidentemente, conmueve a España también. Durante décadas los terroristas de ETA han querido engendrar a punta de pistola un Estado que reuniría idealmente una parte de Francia y de otra comunidad autónoma, con un saldo, esperemos que final, de 829 muertos y tantísimos más angustiados. Para nada: ¡qué inmensa tristeza!

Por la vía pacífica, Cataluña parece ahora más determinada a alcanzar su condición de Estado soberano, en contra de la legalidad interna y sin el sostén del ámbito internacional. Es más, se produce la siguiente paradoja: en el marco de la Unión Europea se limita y se comparte la soberanía. Y sin embargo la Unión -esencialmente una Unión de Estados aún- se convierte en el principal aliado del Reino de España para mantener su integridad territorial al advertir que una eventual Cataluña independiente tendría que solicitar formalmente su adhesión a la UE.

La fractura interna se ve alimentada, claro, por la degradación en los últimos años de la marca España, sacudida y saqueada por gerifaltes llamados formalmente a gobernarla y prestigiarla, por líderes políticos y económicos, bastante relacionados, a los que se les encoge el corazón escuchando la Marcha Real, pero que expolian los fondos públicos y trasladan su botín allende las fronteras. Eso sí, España sigue pareciendo tierra de promisión, o al menos de tránsito, para multitudes africanas depauperadas.

La economía se entremezcla, naturalmente, en todos estos procesos. En los tiempos actuales de confusión de lo público y lo privado, algunos jerarcas gobiernan sus países como su cortijo, y acaban convirtiéndolos en un solar. La religión, llamada a favorecer un sentimiento ecuménico, se enreda asimismo con las patrias, como sucede en el conflicto que desangra a la República Centroafricana o con el sionismo o la yihad. Hasta una misma religión se ve partida por las patrias, según ocurre ahora con los ortodoxos rusos y ucranios, o con los chiíes y suníes en varios países islámicos.

Frente a tantos particularismos, conviene recordar que los ya 193 estados de Naciones Unidas apenan dan respuesta a los problemas de nuestro mundo, cada vez más concatenados, acuciantes y globales. Pongamos que hablo del cambio climático.

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